Simón Pedro

Simón Pedro

W. T. P. Wolston

1892

Andando Sobre el Agua

Mateo 14

En el pasaje citado hallamos otro paso en la educación de Pedro. Anda sobre el agua bajo condiciones muy raras. Pero vamos a estudiar primero los incidentes que ocuparon la atención de los discípulos antes de que llegaran a la escena. El Rey Herodes había mandado degollar a Juan el Bautista. "Sus discípulos fueron al castillo, pidieron el cuerpo y, tomándolo, lo enterraron." Entonces, "vinieron y dieron las nuevas a Jesús."

¿Ha tenido Ud. la triste experiencia de enterrar a algún ser amado? ¿Vino Ud. también a contar la triste nueva a Jesús, participándole todo el dolor que le afligía, seguro de que 'El simpatizaba con Ud. en todos sus pesares? Así hicieron los discípulos de Juan. Me imagino ver dos caminos que se juntan y por los cuales transitan dos grupos de personas. Se acerca por un camino el grupo triste y cabizbajo de los discípulos de Juan; por el otro la compañía alegre y entusiasta de los discípulos de Jesús, hablando llenos de entusiasmo del admirable éxito que habían tenido en su primera jira misionera por las aldeas de Galilea (Marcos 6: 30, 31). Los dos grupos se unen en la presencia del Señor quien escucha sus historias y luego dice: "Venid aparte a un lugar desierto y reposad un poco." Muy hermosa en su previsión y solicitud es esta invitación cariñosa. El reposo era necesario, tanto para los agobiados discípulos de Juan como para los excitados mensajeros del nuevo reino, a fin de calmar sus espíritus, y la soledad del desierto en compañía con Jesús les debía ser más grata en esos momentos que las calles populosas de la ciudad. Luego el Señor predicó a la multitudes y después les dió de comer (había cinco mil de ellos) antes de despacharlos a sus casas. Muy diferente habría sido el resultado si los discípulos hubieran obrado solos; pues como no tenían provisiones en cantidad suficiente para tantas personas, ni el dinero para comprarlas, pensaban en despedirlos con hambre, convirtiéndolos seguramente en opositores y escarnecedores de la nueva doctrina. Empero Cristo, por su poder milagroso en multiplicar los panes y peces, logró despacharlos contentos, infundiendo en el corazón de cada uno, no sólo la idea de la gloria divina de su persona, sino también como compasivo y humano en todos sus intereses. Antes de despedir a las multitudes, Jesús constriñó a sus discípulos para que entraran en el barco y volviesen al otro lado del mar.

Podemos ver su consideración para ellos en este acto, como también su mucha prudencia y abnegación personal, pues los quiso librar de una gran tentación. El Evangelista Juan nos dice que se suscitó de repente entre la multitud un plan "para arrebatarle y hacerle rey," (6: 14, 15), proyecto en que los discípulos hubieran tomado parte con entusiasmo. Esta idea del populacho, al comprender la importancia de este último milagro, concordaba con los deseos secretos de los discípulos, quienes ansiaban ver llegar el día en que pudieran poner a su Maestro sobre un trono temporal (Mat. 20: 20-23; Hechos 1: 6). No comprendieron que era imposible que su Señor recibiera un reino o que tomara parte en un gobierno temporal mientras que existiera entre los hombres el pecado que no había sido expiado todavía. Podemos decir que este pensamiento de un reino temporal nunca estaba ausente de las mentes de ellos, pero Jesús no se engañaba con tal especie, sino que su primera misión era la de sufrir y morir para terminar la obra de expiación y que su reino vendría después. Por esto obligó a los suyos a que entraran en el barco y que se ausentaran del lugar de la tentación. Así Días obra siempre con toda sabiduría, y hacemos bien en confiarnos en Él, es decir, esperar que Él nos enseñe el camino cuando no lo sabemos nosotros.

Jesús mismo al retirarse de la multitud, se alejó hacia la cumbre de la montaña, y allí se entregó a la oración. Podemos decir que Cristo está allá arriba ahora, ocupado de la misma manera. Las Escrituras dicen que Él "siempre vive para interceder por nosotros" (Heb. 7: 25). No dudamos de que sus plegarias en esa noche fueron a favor de sus discípulos que a esas horas se hallaban en alta mar bogando con dificultad en la dirección de Capernaum, porque el mar se había levantado, y con el viento contrario se habían cansado mucho sin haber avanzado gran cosa. La distancia que tenían que cubrir era un poco más de tres leguas, mas cuando llegó la cuarta vigilia de la noche apenas se había alejado una legua de la playa de Betsaida. Se puede sacar de este hecho una bonita enseñanza. Cuando nuestra embarcación no lleva a Jesucristo como piloto, avanzamos muy poco en el viaje de la vida.

El Mar de Galilea, o Lago de Tiberias, lo azotan todavía violentos chubascos que no dan señales de su proximidad. Los discípulos fueron las víctimas de una de estas tormentas, y es fácil comprender su apuro al ver con qué violencia las olas azotan los barcos cada vez que se desencadenan los vientos. Me acuerdo que en una tarde de verano cruzaba yo en un barco pequeño el lago hermosísimo llamado Como, en Italia. La superficie del agua estaba mansa como vidrio cuando nos embarcamos; pero después de una hora se levantó una tempestad tan furiosa que no pudimos regresar en nuestro bote, y nos vimos obligados a esperar algunas horas más para volver ya muy tarde en un vapor.

Viajeros en Palestina nos informan de semejantes condiciones en el mar de Galilea. El Dr. Thompson en su bien conocida obra, 1 nos da el siguiente relato de su propia experiencia en esas playas. Dice: "Apenas se había puesto el sol cuando comenzó a soplar el viento de norte a sur, aumentando su violencia constantemente y continuando toda la noche, de manera que en la mañana siguiente, cuando visitamos la playa, la superficie del agua se parecía al agua hirviendo. Para saber por qué ocurren estas tempestades tan violentas, es necesario tener presente que el lago yace en una cuenca honda cuya superficie se encuentra a 600 pies debajo del nivel del mar. Al norte del lago las grandes mesas de Jaulán se extienden sin interrupción hasta llegar a las faldas del gran pico nevado de Hermón. A través de estas mesas las aguas pluviales han cortado profundas barrancas o cañadas que convergen en el extremo norte de la cuenca en que está el lago de Tiberias. Ahora, cuando el viento sopla hacia el sur, corre por estas grandes cañadas dirigiendo la fuerza de la tempestad con crecida furia sobre una porción limitada de la superficie del lago. Habíamos hecho nuestro campamento en la boca de una de estas cañadas, y allí quedamos tres días con sus noches expuestos a la fuerza del ventarrón que no menguó en todo ese tiempo. Tuvimos que echar doble número de estacas para los cordeles, y algunas veces echar todo el peso de nuestros cuerpos sobre ellos, para impedir que nuestra carpa no se convirtiera en globo y que fuera levantada por el aire. No nos pareció extraño, pues, que en una de esas tempestades los discípulos se hallaran en grandes apuros, 'bogando con ansia' toda la noche o hasta que el Señor vino a ellos 'andando sobre el agua.'"

Pero en todas sus dificultades y peligros el Señor no los perdió de vista Había estado intercediendo por ellos, y en la cuarta vigilia de la noche les trajo el auxilio. Es bueno recordar que Él no nos olvida aunque parece que las dificultades se van multiplicando. Él que "se compadece de nuestras flaquezas" (Heb. 4: 15), y que por lo tanto "es poderoso para socorrer a los que son tentados" (Heb. 2: 18), "puede también salvar hasta lo sumo a los que se allegan a Él" (Heb. 1: 25). En esta ocasión su ayuda se manifestó primero en que vino andando con poder divino sobre las aguas. Y luego en que manifestó su simpatía para con ellos cuando sus primeras palabras fueron, "Confiad, Yo soy. No temáis." Y por último probó su poder para salvar hasta lo sumo en que rescató a Pedro en el momento en que se hundía y gritaba: "¡Señor, sálvame!" De esta manera obró y todavía obra desde su trono en la gloria, pues sabemos que todavía es el mismo bendito Salvador para todos los que clamen a Él.

Los tres incidentes de este capítulo (Mateo 14) revelan diferentes aspectos del carácter sublime de nuestro Señor Jesucristo. Vimos en el primer incidente su viva simpatía con los discípulos que regresaron cansados de su viaje misionero. Después vimos desplegado su poder para suplir las necesidades físicas de una gran multitud. Ahora le vemos acercarse a un grupo de hombres fatigados, desalentados, y temerosos en medio de un mar tempestuoso, clamando desesperadamente por ayuda y yendo sus gritos a confundirse con el rugido de los vientos y las olas. En medio del terror que les inspiraba un fantasma andando sobre las olas, oyeron la voz de Jesús que decía: "Yo soy; no temáis." Al oír la voz y reconocer el tono familiar, Pedro, lleno de confianza y de valor, sintió surgir en su pecho el gran afecto que tenía para su Maestro, y le contesta diciendo: "Si tú eres, manda que yo vaya a ti sobre las aguas." ¡Qué hermoso espíritu de confianza y de energía en este hombre! Es la contestación audaz de la fe. Allí en medio de la rugiente tempestad, entre las furiosas olas, aparece un fantasma que después resulta ser la forma de un amigo familiar. Inmediatamente en contestación al mandato "ven," vemos a Pedro poner el píe en el agua y andar, en imitación de su Maestro, sostenido por el mismo poder divino, en la dirección de Jesús. No es la fe solamente la que le sostiene sino también el amor. Tal acción ha complacido al Señor.

Este fué uno de los actos más nobles en la vida de Pedro. Sin embargo, muchos escritores lo han criticado. Juzgando su actitud espiritual en el momento de dejar el barco, no tenemos sino la más franca admiración para él. Cualesquiera que hayan sido los motivos que le impulsaron al acto, todos merecen nuestro aplauso. Sin duda su primer impulso fué correr al encuentro de su Señor, y este era un deseo muy loable. La cautela o el miedo le habrían aconsejado a permanecer con sus hermanos. Su cariño y su gran confianza en el poder de Cristo le hacen rechazar las amonestaciones de la prudencia y aún del sentido común. Otro hombre de menos ardor e impetuosidad se hubiera salvado del riesgo de un chasco, esperando a bordo hasta que el Maestro estuviera más cerca. Empero Pedro, en el momento en que reconoce que es en verdad su Maestro que viene sobre las aguas, y en que comprende que es su poder sobrenatural el que le hace superior a las leyes de la naturaleza, se regocija en la magnitud de tan gran poder como también en el cariño especial que su Maestro le muestra en aceptar su atrevido reto. Cuando propone ir a su encuentro es para probar la realidad de ese poder y de ese amor. No hemos de atribuir a Pedro las razones y conclusiones lógicas de una serie de raciocinios. Es mejor decir que no puso mientes en las consecuencias de su petición sino que se entregó por completo a la primera idea que cruzó por su mente. Pedro no era hipócrita. Cuando ofreció ir al Maestro, no dudaba de que lo pudiera hacer, y cuando oyó en contestación esa palabra breve: "ven," se echó al agua en el acto. Si no lo hubiera hecho así, habría desobedecido a Jesús. "Descendió del barco," dice Mateo, "y andaba sobre las aguas para ir a Jesús." No se había equivocado. El mandato del Maestro le dió toda la garantía necesario para hacer que las aguas le sostuvieran, pues el poder que veía obrando en un caso era divino y por lo tanto amplio para sostener al discípulo también. El hecho que se movía majestuosamente hacia él sin la menor dificultad probaba que era el mismo Dios.

A pesar de haber principiado bien, Pedro fracasó por completo en su ensayo. ¿Por qué? La historia declara que logró andar una corta distancia sobre el agua. Por algunos momentos se asemejó a su Maestro en que fué superior a las leyes de la naturaleza. ¿Cómo fué, pues, que se hundió? El evangelista nos da una razón muy clara; quitó los ojos de Jesús. Mientras iba fijando la vista en el blanco deseado, todo le iba bien; empero, cuando mira al viento y a las olas fuertes, se sume como plomo. La tempestad no era peor que antes ni tampoco cambiaron las condiciones exteriores en esos momentos. Nada de eso. Cuando salió del barco entendió perfectamente que todo era cuestión de recibir la ayuda divina que Cristo ofreció prestarle para no hundirse en el agua. Si hubiera mantenido su fe donde la puso cuando dió el primer paso y hubiera seguido andando con los ojos y la mente fijos en la persona y en el poder de Jesús, todo le habría salido bien: mas cuando se permitió quitar la atención de su Maestro y olvidar su único deseo de llegar a Él, es decir, cuando comenzaba a pensar en sí mismo y no en su bendito Maestro, el agua se abrió debajo de sus pies. Podemos hacer aquí una pequeña aplicación personal a nosotros mismos. Mientras Dios esté entre mí y mis circunstancias, todo me irá bien; tan pronto como permita que las circunstancias se interpongan entre mí y Dios, resultará la confusión y comenzaré a hundirme en las aguas tempestuosas.

Cuando la fe es inquebrantable, el creyente anda sereno en medio de las olas más fuertes. Pero es preciso adquirir ese hábito de "poner los ojos en Jesús" y tener como el propósito fijo del alma el impulso espontáneo de orientarse en dirección a Él en cualquier momento de duda o perplejidad. El fracaso de Pedro nos pone claramente delante la causa de todos nuestros fracasos, y no debemos descuidar esta lección importantísima; pero en mi opinión la otra lección es la de mayor interés para nosotros porque es una enseñanza positiva. Nuestro Señor reconoció en el acto de Pedro un rasgo del inmenso cariño que le tenía, una devoción tal que le impulsó a probar su fe en Él por medio de una demostración visible, y lo que más nos conviene notar en este episodio es que Pedro realmente anduvo sobre el agua, participando del mismo poder sustentador que apoyaba a su Maestro, y que duraba mientras tenía fijos los ojos en Él. Pablo expresa la misma confianza suprema cuando dice: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece."

Volvamos a nuestra historia. "Mas viendo el viento fuerte tuvo miedo y comenzó a hundirse, dió voces, diciendo: 'Señor, sálvame'." ¿Por qué se hundía? ¿Son más movedizas las aguas en medio de una tempestad que en la calma? No. Tan difícil seria andar encima del agua de un estanque, como sobre las olas embravecidas del mar cuando falta el poder divino para sostenerse. El poder y la gracia de Jesús son suficientes para sostenernos en medio de todas las dificultades, y nada menos que este poder y gracia divinos se necesitan para vivir como se debe en las circunstancias más favorables. En respuesta a su grito de auxilio, "al instante Jesús, extendiendo la mano, trabó de él y le dijo '¡Hombre de poca fe! ¿por qué dudaste?'" Pedro tuvo poca fe, es decir, no era muy fuerte. ¿Cuánta fe tenemos nosotros, querido lector? ¿Durará más tiempo que la de Pedro?

La gracia preciosa de Cristo, manifiesta en este pasaje, es incomparable. A Pedro le faltó un trecho para llegar al Señor, mas la gracia del Señor estaba cerca para alcanzar a Pedro en la hora de su necesidad. Su chasco y su hundimiento en las olas sirvieron para arrojarse a los pies del Salvador, y en el momento de su mayor necesidad se encontró en alto y salvo en aquellos brazos omnipotentes, estando en medio de la tempestad. Entre el grito de "sálvame" y el socorro prestado no había más que un instante. Hay otros que, como Pedro, pueden testificar acerca de su misma tierna compasión y prontitud para socorrer, cuando en sus aflicciones y apuros se han echado a los pies de Jesucristo pidiendo su ayuda. Diez mil testigos, ¿qué digo? diez mil veces ese número de testigos están listos para responder con el mismo testimonio irrecusable. "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y para siempre."

"Como ellos entraron en el barco, sosegóse el viento," y Juan agrega (6: 21), "y luego el barco llegó a la tierra donde iban." ¡Cuán hermoso es esto! ¡Qué bonanza resulta tan luego como se siente la presencia del Señor! "Los discípulos, llegándose, le adoraron diciendo: verdaderamente tú eres el Hijo de Dios." Pedro le había reconocido desde el principio como el Mesías prometido. Hemos visto cómo más tarde le reconoció como el Hijo del Hombre, es decir, como el que se enseñoreaba sobre los peces del mar y sobre todos los elementos de la vida. Ahora aprende esta otra lección más gloriosa en cuanto a su persona y carácter moral. El Mesías, el Hijo del Hombre, es también el Hijo de Dios.

Permítame hacerle una pregunta muy íntima, lector mío. ¿Se ha inclinado Ud. en adoración ante la persona de nuestro Señor Jesucristo? ¿Ha clamado Ud. a Él diciendo: "sálvame?" Y si es verdad que Ud. se regocija en el perdón de sus pecados por su preciosa sangre, le vuelvo a preguntar ¿se ha puesto de rodillas delante de Él dándole el verdadero culto de su corazón, diciendo: "Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios?"

Dios concede que su Espíritu dirija nuestros corazones en la adoración que queremos tributar al Señor Jesucristo, para que le reconozcamos con nuevo y más profundo acatamiento como el Hijo de Dios; y si por acaso Ud., amigo mío, no le ha adorado así, que este estudio le impulse a hacerlo ahora, alabándole por todo lo que nos ha manifestado de su ser y de sus obras, para que podamos glorificarle debidamente. "Él que ofrece sacrificio de alabanza me glorifica" (Salmo 50:23).


Notas al pie

... obra,1
"The Land and the Book."