Simón Pedro

Simón Pedro

W. T. P. Wolston

1892

El Cojo, y Los Edificadores

Hechos 3,4:1-22

En este capítulo tercero de los Hechos, Dios suena la campana por segunda vez para congregar a la gente, a fin de seguir presentándoles su testimonio acerca de su Hijo muy amado. En el segundo capítulo vimos que dio la primera llamada cuando envió al Espíritu Santo con estruendo del cielo acompañado del don milagroso de las lenguas extrañas. Vamos a ver cómo se repitió el mismo testimonio y con el mismo éxito magnífico.

Leemos que los dos apóstoles, Pedro y Juan, gozando de la misma intimidad especial que hemos visto en todas sus relaciones anteriores, subieron juntos al templo para orar a la hora de costumbre. Estos hombres habían sido socios en el negocio de la pesca y habían trabajado juntos en sus barcos en Galilea. Ahora son socios en este nuevo negocio de pescar almas, y trabajan en la misma armonía que antes. Los dos eran muy opuestos en sus caracteres, pues uno poseía lo que al otro le faltaba. Juan era un hombre reservado y quieto, mientras que Pedro era enérgico e impulsivo. Juan se daba mucho a la meditación, aceptando con calma las experiencias difíciles y sobre todo viviendo bajo el poder dominante de sus grandes afectos. Había los mismos contrastes en los caracteres de estos dos hombres que había entre María y Marta de Betania. No queremos dar la idea de que Juan era un hombre pasivo e inútil. Había veces en que su espíritu se conmovía profundamente, y por lo tanto Cristo les había dado a él y a su hermano Santiago el sobrenombre de "Boanerges", Hijos del trueno (Marcos 3:17). Pedro estaba siempre tronando contra alguna cosa, y era semejante a una tormenta que destruye todo lo que encuentre pero pasa pronto. Juan con su calma poseía mucho más poder moral. Las potencias espirituales son siempre silenciosas. Estos dos hombres se querían mucho, y nunca oímos de una desavenencia entre ellos. Una amistad que obraba con tanta armonía debía haber tenido su fundamento firme en algún elemento común en sus naturalezas, y es de la primera importancia en la obra del Señor que busquemos estos elementos de armonía en la elección de nuestros compañeros en el trabajo, como hicieron Pedro y Juan y como hizo Pablo cuando escogió a Timoteo y después a Epafrodito. (Filipenses 2:22; y 4:3).

Notemos que esta intimidad personal movió a Pedro y Juan a que fuesen juntos al templo para orar. Es hermoso ver cómo la oración ocupa el primer lugar en los pensamientos de todos los obreros apostólicos. La primera vista que tenemos de ellos en este libro es la de un culto de oración. "Todos estos perseveraron unánimes en oración y ruego." Oraron otra vez antes de escoger al nuevo compañero, y en el segundo capitulo leemos que los recién convertidos perseveraron en las oraciones." En este capítulo se nos habla de Pedro y Juan subiendo al templo para orar, y en el capítulo cuatro leemos que al salir del concilio "alzaron unánimes la voz a Dios" en oración y alabanzas. (Véase también 6:4; 7:60; 8:15, 22; 9:11, 40; 10:2, 9, 30, 31; 11:5; 12:5; 13:3; 14:23; 16: 13, 25; 20:36; 22:17).

No dudo de que este hábito de oración es el secreto de su poder. Estos siervos de Dios aprendieron a vivir en espera de la ayuda constante de Cristo porque estaban persuadidos ya de su presencia constante con ellos. Esperaban que obrara, y Él obró sin faltar y con bendiciones admirables. Este incidente en el capítulo tres indica muy palpablemente la actitud mental de los apóstoles. "Cierto hombre que era cojo desde su nacimiento era llevado, a quien ponían diariamente en la puerta del templo que se llama la Hermosa para pedir limosnas de los que entraban en el templo, el cual, viendo a Pedro y Juan que iban a entrar, les pidió una 1imosna." Nos dice Lucas después, que el hombre tenía cuarenta años. Hemos visto que el número cuarenta significa en la Escritura la prueba completa. Todo el mundo le conocía; no era niño y sin embargo, nadie lo había podido curar, ni aún aliviar, de su impotencia hasta que, en la providencia de Dios, fue puesto en contacto con un poder nuevo en el mundo, el NOMBRE de Jesucristo. Del testimonio de un hombre de esa edad y tan conocido de todos, seria imposible escapar cuando se trata del hecho y del modo de su curación. Existiendo la necesidad de demostrar que el poder de hacer milagros acompañaba a los discípulos de Jesucristo, Dios proveyó todas las condiciones necesarias para atestiguar el hecho de su curación más allá de la posibilidad de duda. Al mismo tiempo escogió a un pobre mendigo para que sirviera como tipo del pecador que carece de todo mientras no tenga la bendición de la salvación en Cristo. "Y Pedro, fijando los ojos en él, juntamente con Juan, le dijo: Mira a nosotros, y él les estaba atento esperando recibir de ellos algo." No dudo de que el pobre mendigo se llenara de animación en espera de su regalo, sin saber, por supuesto, el carácter de la dádiva que tenían para él. Hay muchos como él en el mundo cuya felicidad entera depende de una pequeña suma de dinero que procuran obtener de alguna manera. Pero hay muchas cosas de más valor que el dinero. Miremos a este hombre y veamos lo que el Señor tiene para él. "Entonces Pedro dijo: Ni plata ni oro tengo, mas de lo que tengo te doy: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda." Con las primeras palabras se le naufragaron todas las esperanzas de recibir dinero. Comprendió por su manera de vestir que no eran hombres ricos; tal vez eran tan pobres como él mismo. Pero apenas había sufrido la reacción de su desengaño cuando oyó el otro mensaje, "mas lo que tengo te doy." Con nueva animación espera las palabras que interpretaran el propósito detrás de esas miradas bondadosas y esa mano extendida. Al oír las palabras: "Levántate y anda", y al sentir el tacto de aquel apretón firme con que Pedro le trabó su diestra, "fueron robustecidos al instante sus pies y tobillos." La potencia del Nombre de Jesús se manifiesta en su curación, y "saltando se puso en pie y se echó a andar: y entró juntamente con ellos en el templo andando y saltando y alabando a Dios." Podemos imaginarnos el gozo radiante, porque muy semejante es el gozo que el pecador siente cuando el Evangelio le traba por la mano y el alma débil se encuentra librada de sus pecados, lavada en la preciosa sangre de Jesucristo. Todos los circunstantes se fijaron luego en el admirable cambio en el hombre y reconocieron que la extravagancia de su júbilo era la expresión natural de una grande transformación en él. Le reconocieron luego como el que se sentaba diariamente en la puerta que se llamaba la Hermosa, y recordando el carácter de su aflicción, "se asombraron y quedaron atónitos a causa de lo que había acontecido." Amigo mío, en el día en que Ud. se convierta, sus amigos se quedarán asombrados también al reconocer el cambio que se verá en Ud. Si Ud. se les presentara mañana enteramente transformado, ¿no lo notarían luego? ¿Y no sería el mejor testimonio en favor del poder transformador de Cristo? No sé si haya argumento mejor en favor de la gracia de Dios que la vida renovada y gozosa del cristiano que se dedica a servir a su Maestro.

Volviendo a nuestra historia notamos que el hombre tenía agarrados a Pedro y Juan. No se había olvidado de la fuente del nuevo poder que sintió en sí, y no es extraño que no quiso despegarse de ellos aun cuando fueron llevados más tarde a la cárcel, ni tampoco el día siguiente cuando les acompañó denodadamente hasta el concilio, y, aunque no tomó parte en su defensa, dio su testimonio silencioso a favor del poder del Nombre de Jesús. No pudo ni quiso negar que estaba bueno y sano, gracias al influjo misterioso de ese Nombre maravilloso.

Pero antes de pasar a esa escena tenemos que estudiar el segundo discurso de Pedro, el que dio al pueblo luego que vinieron corriendo hacia ellos en el pórtico de Salomón, sumamente maravillados de lo que habían visto. El tema de su discurso es el mismo que antes: la culpabilidad de la nación; pero no deja de presentar la gracia sobreabundante de Dios que está dispuesta a borrar este o cualquier otro pecado, por más negro que sea. Naturalmente comenzó hablando del milagro y dice: "¡Varones israelitas! ¿por qué os admiráis de esto?" Para Pedro no era cosa tan maravillosa porque estaba de acuerdo muy bien con el carácter trascendental de su Maestro, y el milagro más estupendo no sobrepujaría el concepto que tenía de su majestad y dominio. El pueblo se admiraba de la curación del cojo porque no tenía fe, es decir, no conocía a Aquel que estaba sentado sobre el trono en los cielos. Los cristianos en el día de hoy se asombran muchas veces cuando ven las manifestaciones del poder de Cristo en la vida de algunos de los santos, porque no tienen fe. Los que rodearon a los dos apóstoles se equivocaron en cuanto al origen del poder sobrenatural que habían visto obrar. Se fijaron simplemente en el instrumento y no en la fuente del poder, pero Pedro pronto los desengañó porque no quiso que le dieran honores a él. Los instrumentos deben aparecer muy insignificantes cuando se entiende que simplemente sirven para ejecutar la voluntad divina. Por eso dice Pablo que "lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios y lo vil del mundo y lo despreciado" para llevar a cabo sus fines gloriosos. Por el sonar de rudas trompetas hechas de los cuernos de carneros se derribaron los muros de Jericó. Por las manos de los trescientos que lamieron el agua con sus lenguas se vencieron las huestes innumerables de los madianitas. El secreto de la fuerza con que Pedro obraba se hallaba en el hecho de que estaba lleno del Espíritu Santo, y su corazón rebosaba de afecto para Cristo y de la confianza absoluta en Su divina dirección. Necesitamos estar en estas mismas relaciones íntimas si hemos de ser usados por Dios.

Pedro les dijo: "El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres ha glorificado a su Siervo Jesús" (Véase la Versión Moderna). Notemos que Pedro no predicó a Jesús como el Hijo de Dios aunque lo creía con todo su corazón. Esa doctrina fue reservada para Pablo. A Pedro le tocó proclamar a Jesús como el Siervo de Dios. Al llegar al capítulo 9 de los Hechos, en que tenemos la historia de la conversión de Pablo, vemos que éste comenzó su ministerio "anunciando en las sinagogas a Cristo diciendo que Este era el Hijo de Dios." (verso 20).

Pedro procuró en su discurso poner énfasis sobre una sola idea, a saber: que este Jesús, a quien ellos habían conocido personalmente, unas cuantas semanas antes se había ensalzado a la gloria del cielo. Procuró mover sus conciencias diciéndoles: "a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilato, habiendo éste decidido soltarle." No habla de la parte infame que tomó Judas en esa traición porque Judas no era más que un instrumento de que otros se valieron, "Mas vosotros negasteis al Santo y Justo." Negaron al Hombre que se había proclamado el Mesías y a quien Dios había declarado ser el Santo y Justo, levantándole de entre los muertos. Si ellos le hubieran acusado de esa falta, no la hubiera negado. Seguramente al acusarlos a ellos, tenía presente su propio pecado. Pero Pedro tenía la conciencia íntima de haber llorado amargamente, de haberse arrepentido de su necia cobardía de haber confesado todo su delito, de haber recibido también el más completo perdón. No había quedado nada oculto. Había reconocido que en esa muerte sobre la cruz el Cordero de Dios llevaba los pecados de él para que le pudiera ofrecer después el perdón por su sangre. La única diferencia entre Pedro y sus oyentes era simplemente esta, que él había tenido una entrevista personal con Cristo, y ya estaba perdonado y restaurado. Todo su pecado se había borrado, y su corazón estaba limpio y lleno de contento.

El caso de Pedro nos sirve bien para ilustrar cuán eficazmente obra la gracia salvadora en el corazón del creyente. Tan luego como hubo sido lavado y perdonado, se sintió libre de toda condenación aunque su pecado estaba muy fresco en su memoria. El carácter terrible de su propio pecado no le impidió en su denuncia del crimen de los que habían participado en la entrega de Jesús al poder romano. "Le negasteis delante de la presencia de Pilato habiendo éste decidido soltarle." Hicieron que el débil gobernador fuese cómplice con ellos cuando demandaron la muerte de su propio Mesías. "Negasteis al Santo y Justo" es la denuncia terrible de Pedro, y el hecho de que admitieron los cargos es otra prueba de que esos títulos pertenecían a Jesús. Nadie podía negar el carácter oficial del juicio pronunciado contra Él, de manera que la responsabilidad para su muerte descansaba sobre todo el pueblo. Les constaba, por todas las evidencias que tenían de Él, que el Rechazado era el Santo y Justo de Dios, y aunque Pilato le declaró inocente, el pueblo en su locura demandó que les fuese entregado un homicida mientras que se mataba el "Príncipe de la vida." ¿Podría haber acusación más terrible y a la vez más justa?

¿Qué diría Ud., lector mío, si le acusaran del mismo crimen horrible? Quiero preguntarle primero ¿ha Ud. tomado su lugar junto a la cruz donde el Rechazado sufrió la muerte? Si no se encuentra allí, es necesario concluir que se encuentra en la compañía de sus verdugos. "El que no está conmigo, contra mí está." La situación moral es la misma ahora que entonces. Nosotros, como ellos, tenemos que escoger entre Cristo y el mundo, y le quiero suplicar, amigo mío, que decida esta cuestión ahora mismo. ¿Por cuál lado se pondrá Ud.?

Cuando Pedro les acusó de haber matado al "Príncipe de la vida" me supongo que todos temblaron bajo el peso de una denuncia tan terrible y tan directa. Es cierto que Cristo había permitido que le prendiesen y matasen, pero es igualmente Cierto que ellos tuvieron la culpa de haberle ajusticiado. Y ahora se quedó abierto un abismo insondable que los separaba de Dios. Ellos le habían juzgado ser un profeta falso y le mataron; Dios le había levantado de entre los muertos. Ellos lo habían escupido en la cara con odio; Dios le había ensalzado a su diestra.

Ahora, amado lector, ¿en qué grupo quiere Ud. ponerse: por el lado del mundo o por el de Dios? Le pregunto con insistencia porque debe Ud. entender que no hay absolutamente ningún lugar intermedio, Satanás le procurará persuadir que no es una cuestión tan limitada. Este no se opone a la idea de que Ud. sea una persona religiosa mientras no se convierta y tome su lugar entre los que han sido redimidos por esa sangre; le dará a Ud. toda libertad para estudiar las Escrituras hasta que sea Ud. una verdadera enciclopedia de conocimientos bíblicos; se deleita en que Ud. tenga pretensiones de ser religioso, porque el orgullo y el amor propio son caminos anchos que llevan al infierno. Todo hombre no convertido se encuentra en ese camino ancho. Entre mis lectores puede haber alguno que siga cuidadosamente todas las observancias de la religión cristiana pero que nunca haya buscado el contacto personal con Cristo. A éste me dirijo, suplicándole que vuelva al Salvador sin demora y haga prueba de su gracia. No hay paz para la conciencia ni satisfacción para Dios en las formas de la religión (Hebreos 9:9). Es preciso acercarse a Cristo y poner la mano sobre Él, aceptándole como el Cordero de Dios que quita todo el peso de sus pecados.

Pedro sigue acusando a los judíos de haber obrado en oposición a Dios. Después de matar a Jesús, ellos le enterraron; mas Dios le sacó de la tumba, "de lo cual nosotros somos testigos," dice Pedro. Aun más: Dios le llevó a la gloria del cielo de donde obra con tanta potencia que su Nombre ha fortalecido a este inválido, y "la fe que es por medio de Él le ha dado esta perfecta sanidad en presencia de todos vosotros" (verso 16). La única potencia de que Ud. puede valerse, amigo mío, es la fe en el Nombre de Jesús. Es su Nombre y la fe en su Nombre lo que trae bendiciones para el alma. El pobre cojo se levantó y se echó a andar en el nombre de Jesucristo de Nazaret, y a Ud., amigo inconverso, quiero decir en el nombre de Jesucristo: levántese de sus pecados, y véngase a Él. Ud. puede ser salvo en este momento si tiene fe en su nombre.

Pero Pedro tiene una palabra de consuelo en medio de la severidad de su acusación. Dice: "Hermanos, yo sé que por ignorancia lo hicisteis, así como hicieron vuestros gobernantes." Cuando clavaron al Señor en la cruz, oró, diciendo: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen." Y ahora Pedro se siente movido a ofrecerles perdón porque sabe bien que se ha abierto una "vía de escape," la única salida para el pecador: "Arrepentíos, pues, y volveos a Dios para que sean borrados vuestros pecados." ¿Quiere Ud., lector mío, que sus pecados sean borrados? Ninguna otra cosa menos que la sangre de Jesucristo sirve para borrarlos. ¿Sabe Ud. cómo conseguir esta preciosa dádiva? Arrepintiéndose y volviéndose a Dios, fiándose en el nombre del Señor Jesús. ¿Qué cosa es el arrepentimiento? Es esto: que yo me juzgue a mí mismo. ¿Qué cosa es la conversión? Es el volverse para ir al encuentro del Señor. La mejor ilustración de estas dos ideas la tenemos en la parábola del hijo pródigo. Este se juzgaba a sí mismo cuando dijo: "¿Cuántos jornaleros de mi padre tienen sobreabundancia de pan y yo aquí perezco de hambre?" Este juicio que pronunció es una declaración doble: es un reconocimiento de la bondad de su padre y una confesión de su propia maldad en haberle abandonado. Esta convicción es la que cambió toda su vida y le hizo volver la cara hacia el antiguo hogar. "La benignidad de Dios te conduce al arrepentimiento" (Romanos 2:4). Es la bondad de Dios la que guía al hombre al arrepentimiento, y no el arrepentimiento del hombre el que inclina a Dios a manifestarle su gracia. La convicción de que hemos pecado contra Dios produce la conversión. El hijo pródigo fue convertido cuando se puso en pie para volver a su padre. Confesó sus pecados tan luego como llegó a la presencia de su padre diciendo: "Padre, he pecado contra el cielo y delante de ti." Manifestó la sinceridad de su arrepentimiento cuando dijo: "No soy digno de ser llamado tu hijo."

Como acabamos de ver, el arrepentimiento es el juicio, o fallo de condenación, que el alma pronuncia contra si misma en la presencia de Dios y al creer y aceptar el testimonio que Dios le ha dado. El arrepentimiento no siempre resulta en la conversión; es simplemente la voz de la conciencia repitiendo el juicio de Dios pronunciado contra el alma y reconociendo que es justo y necesario. La fe es el acto de recibir el testimonio de Dios como la verdad en cuanto al estado del alma, de manera que el arrepentimiento es el resultado de la operación de la fe en la conciencia. Se ha dicho que "el arrepentimiento es la lágrima que brota del ojo de la fe." Con suma cordura y con plena convicción de la verdad, el apóstol Pedro presentó este asunto para que sus oyentes entendiesen bien la parte que les tocaba hacer en el proceso de la salvación, pues quería sobretodo "que sus pecados fuesen borrados."

No fue una excusa de su crimen el que "Dios había antes anunciado por boca de los profetas que había de padecer el Cristo." Pedro declaró que Dios envió a su Hijo para que fuese el Salvador de su pueblo, mas ellos demostraron la perversidad de sus corazones desconociéndole y matándole. Esta muerte del Cristo era una necesidad moral, y Dios la anticipó y la predestinó antes de su venida. Cristo reconoció la necesidad de su muerte vicaria y anunció de antemano que "era necesario que el Cristo padeciese." Ya que todo había acontecido y el plan de Dios para la expiación del pecado se había llevado a cabo, no les quedaba más que hacer que arrepentirse y creer, recibiendo de Él el perdón de sus pecados gratuitamente y esperando la segunda venida de Cristo en gloria. El apóstol Pedro pone todo este hermoso mensaje del evangelio en una sola frase: "¡Arrepentíos, pues, y volveos a Dios para que sean borrados vuestros pecados! para que así vengan tiempos de refrigerio de la presencia del Señor, y para que Él envíe a aquel Mesías que antes ha sido designado para vosotros, es decir, este mismo Jesús, a quien es necesario que el cielo reciba hasta el tiempo de la restauración de todas las cosas" (verso 19-21). Esta hermosa exhortación fue dirigida a hombres verdaderamente arrepentidos como se ve por los frutos. El historiador nos dice que dos mil de los oyentes se convirtieron en el acto recibiendo el bautismo en señal de su arrepentimiento y del perdón de Dios.

Debemos tener muy presente que el pueblo judío vivía constantemente en espera de la venida del Mesías, quien establecería su reino en la tierra y ejercería su dominio absoluto sobre toda la tierra por un período de mil años. De acuerdo con esa idea Pedro anunció en verdad la venida del reino, pero el Mesías sería el mismo Jesús a quien ellos habían crucificado y "a quien era necesario que el cielo reciba hasta el tiempo de la restauración de todas las cosas de la cual habló Dios por boca de sus santos profetas que han hablado desde la antigüedad." La única esperanza de la libertad política y de un reino judaico se estribaba sólo en la vuelta a la tierra del Señor Jesús.

Sobre este punto Pedro apoyó su argumento en las Escrituras diciendo primeramente que en Cristo se cumplían todas las profecías. Moisés había dicho a sus contemporáneos que "el Señor vuestro Dios os levantará un Profeta de entre vuestros hermanos semejante a mí; a él habéis de oír conforme a todo lo que os hablare". (En el monte de la Transfiguración se repitió el mandato celestial: Oídle a Él, pero la nación le había rechazado ya). Muy serias fueron las consecuencias de una desobediencia en este particular, pues Moisés había dicho: "Y será que toda alma que no obedeciere a aquel Profeta será exterminado de entre el pueblo." Ahora para identificar a Jesucristo como el que cumplía estas profecías, Pedro les recuerda que "todos los profetas desde Samuel y los que le sucedieron, cuantos han hablado, ellos también han anunciado estos días." Todo depende, pues, de la actitud con que prestamos oídos a la voz de Jesucristo. Él que atiende al mensaje y acepta a Jesucristo como el Salvador será salvo. Él que cierre el oído y endurece el corazón contra el mensaje de redención, será culpable de su propia destrucción eterna.

Como podrá haber entre mis lectores algunos inconversos, quiero recordarles esta solemne amonestación, porque Dios, en su gracia, ha destinado el discurso de Pedro para nuestros oídos también, y no hay ninguno en todo el mundo de que se haga excepción. Ud. no niega, amigo mío, que hasta ahora se ha hecho sordo a este mensaje del Señor. Tal vez ha declarado que no cree en las conversiones y que se ha resuelto a no convertirse nunca. Él que así hace, escoge irremisiblemente la otra alternativa terrible de condenarse a una eternidad de sufrimiento y miseria. La amonestación antigua que Pedro citó está todavía en vigor: "Y será que cualquiera alma que no oyere a aquel Profeta, será desarraigada del pueblo. Pero había otra promesa muy diferente y muy hermosa, palabras divinas pronunciadas a Abraham: "Y en tu simiente serán bendecidas todas las familias de la tierra," de manera que, habiéndose hecho la redención por medio de esa Simiente, se encontraba preparado el camino para el derramamiento de la bendición, y los oyentes de Pedro podían estar entre los primeros para aprovecharse de ella. "A vosotros primero," dice Pedro, con gran ternura, "habiendo resucitado Dios a su Siervo Jesús, le ha enviado para bendeciros apartando cada uno de vosotros de sus iniquidades." Con esta hermosa peroración en que presentó el evangelio en toda su sencillez y pureza, Pedro terminó su discurso. No es extraño que muchos de sus oyentes creyeron y aceptaron el mensaje, mas, triste es decirlo, no lo hicieron los príncipes del pueblo.

Pasando al capítulo cuatro, se nos presenta la historia de la primera oposición que los apóstoles tuvieron. Los primeros enemigos eran los saduceos, quienes en representación de la autoridad judía, vinieron sobre ellos y los arrestaron. La mayor parte de los escribas y de los levitas eran fariseos y se opusieron políticamente a los saduceos, quienes tenían creencias racionalistas, pues negaban la existencia de los espíritus y por lo tanto la resurrección y la vida futura. (Hechos 24:8). El saduceo era el descreído de su tiempo, y estaba tan lejos de la verdad y de la salvación como lo está el materialista de nuestros días. Para hacer una fuerte oposición a la propaganda de los apóstoles, el diablo había unido esas dos facciones contrarias. La doctrina de los apóstoles se fundaba en el hecho de la resurrección de Jesucristo el Salvador. Su propósito era glorificar a aquel que había pasado por la muerte y salido ileso, quitándole para siempre su aguijón, porque deshizo el pecado. Anunciaron a Uno que vive para siempre y que da la vida a todos los que le acepten como su Salvador. No es extraño, pues, que el diablo y todos sus servidores "estuvieran indignados de que enseñasen al pueblo y proclamaran en nombre de Jesús la resurrección de entre los muertos (verso 2). Toda alma que se haya refugiado en la fe cristiana y recibido a Jesucristo como su Salvador, ha escapado para siempre de las garras de Satanás y vivirá en triunfo con su Redentor.

Pero había muchos de los que oyeron la palabra que creyeron, y "vino a ser el número de los hombres como cinco mil." No se dice nada de las mujeres y de los niños que creyeron, y si hemos de juzgar las asambleas de entonces por las de nuestros tiempos, tendremos que duplicar, si no triplicar, ese número, porque ordinariamente las mujeres y los niños están más prontos para oír y creer el evangelio que los hombres. Tan cierto es esto que hay algunos hombres que tienen la idea que el evangelio es asunto que interesa solamente a las mujeres y a los niños. Cuán triste será su desengaño en la mañana de la eternidad cuando, habiendo pasado la vida teniendo en desprecio el evangelio, descubran muy tarde que todas sus promesas y sus amonestaciones son reales y que ellos están excluidos de la felicidad para siempre. No, el Evangelio es para los hombres y es digno de sus mayores esfuerzos y de su más abierta lealtad.

Pedro predicó el evangelio primero al pueblo común en el pórtico de Salomón. Después tuvo oportunidad de anunciar su mensaje de salvación en la presencia del concilio. "Y aconteció al día siguiente que se juntaron sus gobernantes y los ancianos y los escribas en Jerusalén, y Anás, sumo sacerdote estaba allí, y Caifás, y Juan y Alejandro y cuantos eran del linaje sumo sacerdotal. Y habiéndoles puesto en medio de ellos, les preguntaron: ¿con qué poder y en qué nombre habéis hecho esto? Entonces, Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: ¡Gobernantes del pueblo y ancianos de Israel! Si nosotros somos demandados acerca de la buena obra hecha a un hombre enfermo, en virtud de quien ha sido sanado, sea notorio a todos vosotros y a todo el pueblo de Israel que en el nombre de Jesucristo, Nazareno, a quien vosotros crucificasteis, a quien Dios resucitó de entre los muertos, por Él este hombre se presenta aquí, delante de vosotros, sano." El secreto de tanta osadía y firmeza por parte de Pedro se encuentra en el hecho de que estaba lleno del Espíritu Santo.

¿Cómo se puede explicar la acción oficial de estos hombres que echaron en la cárcel a los apóstoles y los trataron como criminales cuando no había en su contra más que esta obra buena de haber sanado a un pobre cojo en el nombre de Jesús? En la providencia de Dios, el enfermo estuvo presente dando su testimonio silencioso en favor de la eficacia de su curación. Hubo razones muy obvias por qué no le quisieron examinar, pero les era imposible pasar por alto el hecho de que el mismo hombre que el día anterior, a las tres de la tarde, era un pobre inválido, estaba ahora en pie en su presencia, robusto y sano. ¿Cuál había sido el poder que lo hizo? el poder que reside en el nombre de este mismo Jesús a quien ellos había querido quitar del mundo. Allí está la explicación de su enemistad. La responsabilidad de su muerte descansaba sobre ellos, y si era cierto que Dios le había levantado de entre los muertos, ellos quedaban condenados como impíos y Dios se justificaba en haberlos rechazado como pueblo y nación predilecta.

Pasemos pues a la interpretación que Pedro hace de este estupendo error y crimen. Les dijo: "Esta es la piedra que fue desechada de vosotros edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo." Cristo era la Piedra, es decir, Cristo en la gloria. Los jefes de los judíos se habían equivocado señaladamente porque habían procurado levantar sus muros sin valerse de la Piedra principal que el gran Arquitecto había designado para la Cabeza del ángulo. También hay muchos hombres infelices en nuestros tiempos que procuran levantar las paredes de su vida sin Cristo, y naturalmente fracasan por completo. Cristo había hablado de la misma gran equivocación (Mateo 21:44) diciendo: "Él que cayere sobre esta piedra será quebrantado, mas sobre quien cayere le desmenuzará." Era una profecía de la venida del Cristo exaltado en su gloria para caer con destrucción sobre los gentiles impíos en el día de su ira. Los que cayeron sobre la piedra fueron los judíos quienes rechazaron a Cristo en su humillación y así tropezaron y fueron quebrantados. ¡Ah! es un error fatal equivocarse con respecto a esta Piedra o tropezar sobre Ella, porque Pedro dice en seguida: "Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre alguno debajo de los cielos dado a los hombres en el cual hayamos de salvarnos."

Lector, si Ud. entrega su voluntad a Jesucristo en estos momentos, puede saber que en el acto serán borrados sus pecados, pues Dios ha prometido perdonar a todo aquel que crea en Jesús. Ud. puede ocupar una posición de seguridad sobre la Roca sólida que no puede ser movida, porque no es otra que el mismo Jesucristo, quien "fue entregado por nuestros delitos y resucitado para nuestra justificación." Este es el significado del Nombre de Jesús, "que es sobre todo nombre,” la fuente de gozo continuo para los que Se fíen en Él. Dios conceda que Ud. llegue a conocer ese Nombre y a apreciarlo como su mayor tesoro. Dios seguirá obrando para que ese nombre sea honrado en la tierra como Cristo mismo ha sido glorificado en el cielo. ¡Que por la gracia de Dios se fíe en Él ahora y sienta la dulce convicción de haber sido salvado por Él y sólo por Él, porque no hay ningún otro nombre dado a los hombres en el cual podamos ser salvos." Bienaventurado todo aquel que no hallare tropiezo en Él."

De Jesús el Nombre guarda,
Heredero del afán,
Dulce hará tu copa amarga,
Tus afanes cesarán.

De Jesús el Nombre estima,
Que te sirva de broquel,
Alma débil, combatida,
Hallarás asilo en Él.

De Jesús el Nombre ensalza,
Cuyo sin igual poder
Del sepulcro nos levanta,
Renovando nuestro ser.

Esta declaración intransigente de Pedro: "que en ningún otro hay salvación," causó grande consternación en el concilio porque no dejó ningún lugar para un compromiso. Vieron que no convenía obrar precipitadamente, sino que debían conferenciar secretamente entre sí antes de contestar. Notaron el denuedo de Pedro y además existía la evidencia palpable de un gran milagro en la persona del cojo que se paraba bueno y sano delante de ellos. "Nada podían decir en su contra." La fe y los hechos son dos testigos porfiados que no pueden darse de mano. Tanto la constancia de Pedro como la curación del impotente eran muestras de la gracia de Dios.

Escuchemos ahora el dictamen de la conferencia: "De cierto, señal manifiesta ha sido hecha por ellos, notoria a todos los que moran en Jerusalén y no lo podemos negar." Es una confesión de su derrota, pero, "para que esto no se divulgue más por el pueblo, amenacémoslos, mandando que de aquí en adelante no hablen ni enseñen en este nombre a hombre alguno." ¿Debían los apóstoles obedecer a Dios o a estos hombres? No vacilaron un momento en declarar cuál sería su modo de proceder y cuál era el desprecio con que miraban toda clase de compromiso. "Pedro y Juan, respondiendo les dijeron: Juzgad si es justo delante de Dios obedecer antes a vosotros que a Dios". En vista de su comisión divina, las prohibiciones de los hombres no tenían ningún peso para ellos. Dios los había llamado y ordenado para que predicasen a Cristo anunciando el evangelio de la salvación por Él, de manera que contestaron: "No podemos dejar de hablar de las cosas que hemos visto y oído." Es un desafío abierto que dan a sus opositores. Se había abierto un gran cisma en Israel; los fariseos y escribas habían sido depuestos de las cátedras de enseñanza en la nación y ya no pueden seguir como los intérpretes de la voluntad de Dios. Él curso que Pedro y Juan debían seguir les era muy claramente señalado. Era preciso obedecer a Dios y no a los hombres.

Debemos notar aquí que los apóstoles no obraron en contra del poder civil. La Escritura está llena de amonestaciones a favor de la obediencia a las autoridades. "Toda alma se someta a las potestades superiores porque no hay potestad sino de Dios, y los que son, de Dios son ordenados; así que, él que se opone a la potestad, a la ordenación de Dios resiste (Romanos 13:1,2). Leemos en 1 Pedro 2:13,14 lo siguiente: "Sed pues sujetos a toda ordenación humana, por respeto a Dios, ya sea al rey como a superior, ya a los gobernadores, como de Él enviados, para castigo de los malhechores y para alabanza de los que hacen bien." Como en este caso no había ninguna resistencia al poder civil en que la autoridad del rey o del gobernador se pondría en cuestión, sino hicieron su oposición a la arrogancia y a la ignorancia de los jefes religiosos del pueblo, no quebrantaron ninguna ley al desobedecerlos. Hay un principio de mucha importancia en esta distinción que acabamos de hacer, Él cristiano nunca debe desobedecer a Dios para cumplir con la ley humana, y debe ser el objeto de los legisladores evitar la presentación de cuestiones de esa naturaleza. Habrá ocasiones en que el poder civil se verá obligado a privar a los creyentes de ciertos privilegios de que quieren gozar, pero esto no les da una excusa para desafiar la ley civil. Tienen que soportar la privación con paciencia mientras que no sea una orden que les obligue a obrar en contra de sus conciencias y la ley divina. Pedro no faltó en su respeto a los jefes del pueblo aun cuando los desafió con su declaración de independencia moral.

"Y sueltos, vinieron a los suyos." Esta es una nueva designación para el grupo de los creyentes. Se reconocieron como un pueblo separado, una hermandad en que los lazos eran muy estrechos y placenteros. Es el privilegio de todo cristiano, al hallarse libre de los afanes de su trabajo diario acudir a algún centro donde se encuentra en comunión con los suyos. Pedro y Juan volvieron de la cárcel para asistir al culto de oración en que fueron robustecidos más y más en su fe y constancia.