Simón Pedro
W. T. P. Wolston
1892
La Doble Confesión
Juan 6:23-71; Mateo 16:13-28
En estos dos pasajes tenemos la confesión de Pedro acerca de su fe en Jesús repetida en dos ocasiones. Es de primordial importancia que el alma confiese a Cristo con denuedo. El Espíritu Santo ha declarado que "si confesares con tu boca al Señor Jesús, y si creyeres en tu corazón que Dios le levantó de entre los muertos, serás salvo." Ahora cuando Pedro hizo esta confesión por primera vez (Juan 6), el Señor estaba en la carne delante de él, y Pedro no pensaba en la posibilidad de su muerte. Lo mejor de esta confesión es la manifestación de un tierno afecto personal. No habla para explicar conclusiones intelectuales en cuanto a la persona de Jesús; habla para expresar la convicción ardiente de su corazón.
Hemos visto en el capítulo anterior cómo este fogoso discípulo quiso andar sobre el agua para llegar a Jesús, y cómo en medio de su fracaso su Maestro llegó a él en el momento oportuno, llenando a Pedro de contento porque su principal objeto, fue estar muy cerca de su Señor. Al entrar al barco, "se encontraron todos a la tierra donde iban," y los discípulos comprendieron bien por primera vez que Jesucristo era el Hijo de Dios. Todo esto sucedió en la madrugada del día en que Jesús pronunció el discurso que hallamos en el capítulo 6 de Juan. En este discurso, las declaraciones de Jesús en cuanto a su misión y su ministerio son las más pasmosas que hasta entonces había enunciado. Dijo: "Yo soy el Pan vivo. A menos que comáis la carne del Hijo del Hombre y bebáis su sangre, no tenéis vida en vosotros."
Tenga bien asida esta verdad, amigo lector, porque se aplica a Ud. como a todo hombre. A menos que Ud. haya comido la carne del Hijo del Hombre y bebido Su sangre, Ud. no tiene vida en sí. Ahora no vaya a disipar la fuerza de esta declaración imaginando que se refiere a la participación de la Cena del Señor. Este, es el símbolo, la sombra; aquello es la sustancia y la realidad. Es posible tomar de la Cena del Señor mil veces y todavía pasar la eternidad en el infierno, pero nadie puede comer la carne del Hijo del Hombre y dejar de tener la vida eterna. Cuando nuestro Señor pronunció estas palabras supo que iba a morir para resucitar después, y en seguida ascender en su cuerpo a la diestra del Padre. Supo que iba a obrar una obra por medio de la cual el hombre pudiera ser reconciliado con Dios, una obra por la que todo aquel que creyere en El, siendo justificado por la fe, pudiera entrar en aquel lugar de felicidad donde Él moraría eternamente. Por lo tanto, nuestro Señor insistió en la necesidad de ese reconocimiento íntimo de su persona, de esa participación directa con los frutos de su obra que pueden llamarse comer su carne. Es en este sentido que dice: "Él que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día" (verso 54), y otra vez: "Él que come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él" (verso 56). Es lo mismo que decir que Cristo y él que crea en Él se hacen uno. En vista del significado estupendo de esta doctrina, permítame preguntarle, lector mío, si en verdad ha "comido la carne y bebido la sangre" del Hijo del Hombre. La contestación, no me la dé a mí sino sólo a Dios mismo.
Es un privilegio muy alto participar, con los santos de Dios, de los elementos de la Cena del Señor, pero ese es simplemente un símbolo de una grande verdad espiritual que el Señor nos procura presentar aquí. Nos dice que es necesario aceptarle en su muerte y alimentarnos espiritualmente del hecho de que murió por nosotros. De otra manera no adquirimos su vida en nuestras almas.
La declaración de estas doctrinas produjo grande murmuración entre los jefes del judaísmo. Luego agregó: "¿Esto os escandaliza?, pues ¿qué si viereis al Hijo del hombre subir donde estaba antes? (versos 61 y 62). En efecto, ha ascendido allá, y en consecuencia estamos infinitamente más aventajados en nuestra comunión con Él que si hubiera permanecido en la tierra, porque si estuviera aún entre la humanidad, es decir, en Palestina, o en Edimburgo, podría estar donde yo le necesito, mas estando en la gloria y por su Espíritu Santo presente en todas partes, puede morar con nosotros y entrar en comunión con cada creyente, dándonos la realidad de su presencia, dondequiera que estemos.
Otro fruto de esta declaración de su doctrina fue que muchos de sus discípulos "volvieron atrás, y ya no andaban con Él" (verso 66). Habían buscado y estaban esperando un reino temporal, el cual creían que Él iba a establecer en el poder y la gloria de su mesiazgo, y cuando les hablaba de su muerte, no quedaron conformes, y por lo tanto le abandonaron. Hemos de suponer, por la historia, que la apostasía era muy considerable y muy marcada porque nuestro Señor, mirando a los que se alejaban, volvió en seguida a los doce y les preguntó: "¿Queréis vosotros iros también?" (verso 67). A esta pregunta el impetuoso Pedro responde con todo el ardor de su grande afecto: "Señor, ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna." ¡Qué magnífico testimonio! ¡Qué hermosa confesión de fe, hecha en el momento de una defección general! Pedro es el caudillo que dirige la empresa aparentemente desesperada del naciente reino y dice con una intrepidez admirable "¿Apartarnos de ti, Señor? Nunca. Creemos y conocemos que tú eres el Santo de Dios." (Versión H.A.) ¿Puede Ud., amigo mío, decir que ha hecho la misma confesión del Señor Jesús de esta manera? Pedro no empleó las palabras, "yo pienso" o "yo espero." Dijo: "Creemos y reconocemos." Nada de esa tibieza que solemos oír en las confesiones de estos últimos días, y en que hay gran elemento de duda y de vaguedad, y nada de certidumbre, a no ser que sea la seguridad con que declaran dudoso todo cuanto se diga de la persona de Jesucristo y de las cosas eternas. ¡Qué necedad es esa de rechazar la verdad cuando de su aceptación depende la salvación eterna!
Con razón pregunta Pedro: ¿A dónde iremos? Otros habían ido pero no se nos dice dónde. Desaparecen y no los volvemos a ver. Tanto peor para ellos. Él que abandona a Cristo a causa de las dificultades y pruebas no demuestra un buen juicio. Así sintió Pedro y responde a la pregunta con una expresión de grande cariño y resolución. ¿Dónde en todo el universo puede encontrarse Uno que se iguale a este bendito Maestro? No hubo otro como Él. Así sintió Pedro, y así lo decía también la experiencia de los últimos días. Comprendía sin duda que había alturas de doctrina y elevación moral de conducta en las enseñanzas de Jesús a las cuales no podía aspirar. Faltar en alcanzar esos altos ideales era muy, muy probable, era casi inevitable, pero abandonar al Maestro amado en estos momentos era cosa muy distinta. Se había allegado a Cristo, porque sentía que Cristo llenaba su corazón, calmaba su conciencia, satisfacía su alma y dominaba todo su ser. Abandonarle pues era imposible. ¡Nunca!
Hay dos declaraciones distintas en esta confesión de Pedro. Primeramente dice: "Tú tienes palabras de vida eterna," y luego: "Tú eres el Hijo del Dios vivo." Se le habían penetrado dos ideas, una en cuanto a lo que Cristo era y la otra un conocimiento de lo que Cristo poseía. En la primera idea hallamos un lugar de descanso para nuestros espíritus, porque lo que Él es y lo que ha hecho ponen fin a todas nuestras dudas. Lo que Él posee abre para nosotros un tesoro inagotable de riquezas para suplir toda nuestra necesidad de cualquiera especie. Nos da primero lo que necesitamos, y después llega a ser el objeto de nuestros afectos para siempre. Nos da la vida eterna y también el gozo sempiterno. ¿Podría haber equivocación tan grande como la de substituir otra cosa en nuestro corazón en lugar de Cristo?
Vuelvo a preguntar a mi lector: en vista de esta nueva revelación que Pedro ha hecho, ¿está Ud. listo para hacer la misma confesión, o se encuentra entre los que dudan todavía?
Había uno entre el grupo de los doce que en ese día no dijo amén en corroboración de esta ardiente y hermosa confesión de Pedro. Nuestro Señor vuelve a mirar a los doce, y con profunda tristeza dijo: "¿No os escogí yo a vosotros los doce, y uno de vosotros es diablo?" Se me figura que el primer pensamiento que había entrado en el corazón de Judas era que debía separarse de Cristo como los otros porque se sentía ya desengañado en cuanto a lo que Jesús iba a hacer. ¿Por qué no se fue? Tal vez pensó que sí se quedaba un poco más de tiempo podría lograr algo que le recompensaría por su tiempo perdido. Pensaba que sí llegaba a comprometer a su Maestro, Él, sin duda, por su poder milagroso se salvaría en buena hora, pero entretanto, él sacaría algo de provecho personal. Judas amaba el dinero y no al Maestro. Su dios era el oro, y su maestro era Satanás, y su morada final el infierno.
¿Habrá entre los que leen estas líneas alguno que ame al dinero más que a Jesús? Por esta piedra de toque serán reconocidos los que son hermanos de Judas. ¡Cuidado! ¡Cuidado! La voz de amonestación está llamando de antemano y nos señala los dos caminos. ¿Pasará Ud. la eternidad en la compañía de Judas o en la de Jesucristo? Escoja Ud. ahora.
Volvamos ahora a nuestra historia en Mateo 16. Terminado el discurso en que Pedro dio su magnífico testimonio de fe en Cristo, el Maestro partió con sus discípulos para los confines de Tiro y de Sidón, donde obró el milagro de compasión a favor de la hija de la mujer sirofenisa. De allí volvieron a Galilea para pasar rápidamente hasta la región de Decápolis. Permaneció pocos días allí, debido a la continuada oposición de los jefes de los judíos. Cruzó el lago otra vez (Mateo 16:5) y caminaron hacia el norte hasta llegar a Cesárea de Filipos.
No se debe confundir este lugar con el puerto llamado Cesárea en el Mediterráneo donde Pedro predicó después con tan buen éxito (Hechos 10), y donde vivía el gobernador romano de la provincia. El lugar donde Jesús se estacionó con sus discípulos está al pie del monte Hermón, y tiene ahora el nombre de Baneas. Está en el extremo norte de Galilea, cerca de la fuente oriental del río Jordán.
En este lugar de los gentiles Cristo propone su pregunta: "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?" Le importaba saber cuál era la opinión general que los hombres se habían formado de Él. Era una crisis en la vida nacional de ese pueblo, y deseaba saber si sus mentes habían comprendido la grande oportunidad que se les presentaba y si habían descubierto el carácter real de su nuevo profeta. La pregunta pide un resumen de la opinión popular en cuanto a su persona. A esto los discípulos contestaron con franqueza repitiendo lo que habían oído aquí e allá al presenciar las varias discusiones de diferentes grupos. "Algunos dicen que eres Juan el Bautista, otros, que Elías, y otros, que Jeremías, o alguno de los profetas." Opiniones como estas manifestaron mucho indiferentismo. No había ninguna excusa para estos malos aciertos. Hacía más de dos años que Juan el Bautista le había señalado claramente a las multitudes y les había anunciado su carácter y su obra. Miles de personas oyeron su testimonio. Ahora, después de todos estos meses en que El había visitado todos los pueblos y las aldeas de Galilea, "predicando y proclamando las buenas nuevas del reino de Dios" (Lucas 8:1), meses en que el conjunto de las evidencias (juzgándolas por lo que había dicho y hecho como hombre y como mensajero del poder divino, y juzgándolas por los frutos en los que sin excepción alguna había proclamado la verdad de Dios, traído bendiciones a los hombres, y derribado el reino de Satanás) estaba todo a favor de su divino mesiazgo, - el pueblo cambió de repente en sus opiniones, y en lugar de aceptar todas estas pruebas de su carácter divino, pretendieron explicar sus milagros diciendo que era la reencarnación de alguno de los profetas. En otras palabras, declararon que no les importaba quién era. ¡Pobre humanidad! Así es de voluble e infiel.
Debemos observar aquí que Jesucristo había escogido para sí un título que llamaba la atención a su humanidad y no a su carácter divino. En todas las narraciones evangélicas encontramos esta expresión "el Hijo del Hombre" en sus labios. Toma para sí título de Rey una sola vez (Mateo 25:34). Era rey en realidad, mas sin corona y sin trono. Rechazado por la nación que debía tener por honra glorificarle, y sintiendo la fuerza de este rechazamiento en su poca popularidad y en la crecida oposición contra Él, vuelve a sus discípulos y les pregunta: "¿Pero vosotros, quién decís que soy?"
Lector, su destino eterno depende de la manera en que conteste esta pregunta, porque se le presenta como cuestión personal. ¿Quién dice Ud. que es Jesús de Nazaret? No importa en qué categoría quiera Ud. clasificarse entre los hombres, si no ha reconocido y confesado a Jesús como el Hijo del Dios vivo, Ud. está todavía en sus pecados. No le niego una posición entre los más religiosos o los más inteligentes del mundo. De nada le aprovecharía si no tiene este conocimiento de Jesús. Él que está en error en cuanto a la persona de Cristo, está en error en cuanto a toda la vida. ¡Ah! lector mío, si pasa Ud. adelante y entra a la eternidad desconociendo la persona de Cristo y la eficacia de su obra, aquel destino será para Ud. una pérdida inmensa. Deténgase, pues, un momento delante de esta pregunta personal que nuestro Señor mismo dirige a todo hombre que oye su evangelio: "¿Quién decís que soy?"
Otra vez Pedro es él que habla porque es él quien tiene las convicciones más positivas. Reconoce bien que han llegado a una crisis a causa de la indiferencia universal a las pretensiones de Jesús. Más en la exuberancia de su gran afecto, como también en su plena confianza en la realidad de todo lo que ha visto y sentido, da su contestación sin un momento de demora o vacilación. "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo." Se ha librado del yugo del judaísmo. Ha formado su opinión cabal a pesar de la oposición y el escepticismo de los jefes del pueblo. ¡Cuán gratas al oído y al corazón del Maestro deben haber sonado estas palabras! Era una declaración hermosa y firme, que llevó sus gratas consecuencias. Igualmente preciosa es la recompensa que recibe él que haga la misma confesión ahora. "Si tú confesares con tu boca que Jesús es el Cristo y si creyeres en tu corazón que Dios le ha levantado de entre los muertos, serás salvo." Este es el mensaje que se nos declara hoy. Una bendición rica y sin fin acompaña siempre a toda confesión sincera de Cristo como Señor.
Observemos en seguida la contestación que Pedro recibe del Señor. "Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo ha revelado carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos." El individuo que ha llegado al punto donde puede decir que conoce a Jesucristo como el Hijo del Dios vivo, entra en una relación de bienaventuranza para con el mismo Padre Celestial. Durante el tiempo de su discipulado Pedro había aprendido muchas verdades preciosas acerca de aquella hermosa vida consagrada y piadosa, pero, además de esto, Dios había iluminado la inteligencia de este rudo y analfabeta pescador de Galilea para que diera cabida a una nueva verdad mucho más grande, a saber: que el hombre a quien seguía con tanto afecto y devoción era el mismo Hijo del Dios vivo. Sólo el Padre puede inculcar esta verdad en el corazón, amigo mío. Ningún programa de educación universitaria, ninguna carrera en las ciencias será suficiente para impartir este conocimiento bendito del Hijo. Pero el Padre lo enseña a toda alma que lo desee aprender, a todo hombre que con sinceridad busque al Cristo. Se le revelan las glorias divinas de aquel Rechazado, quien era a la vez el humilde Hijo del hombre y el Hijo eterno del Padre, el Salvador del mundo perdido.
El lector perdonará mi insistencia en este punto. Es preciso reconocer y confesar que Aquel que vino como el inmaculado Hijo del Hombre era el Hijo de Dios, su Hijo en la eternidad, aunque nació en Palestina y vivió en medio de la humanidad de su tiempo. ¿Así cree y confiesa Ud., amigo mío? Bien le será si con toda ingenuidad le confiesa de esta manera, porque está escrito: "Cualquiera que confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios está en él y él en Dios" (1 Juan 4:15). Fíjese Ud. bien en que la confesión consiste en el reconocimiento de su persona, de su mismo ser, y no de su obra. Muchas personas hay que han leído algo de la obra de Cristo, y le dirán que sí, confían en la cruz para su Salvación y, sin embargo, viven bajo el peso de muchos temores y dudas. ¿Por qué? Opino que es debido a su falta de reconocimiento del carácter y de la persona de Cristo. No han permitido que sus almas se llenen de la gloria divina de su carácter, no comprenden que era y es el verdadero Hijo de Dios, co-eterno con Él, aunque al mismo tiempo verdadero hombre, santo y sin pecado, y por lo tanto digno de ofrecerse como un sacrificio por los pecados de los hombres.
Era la gloria inescrutable de su persona que nos ha dado el derecho para creer que el hombre Jesús era divino. Se encuentra su divinidad en su abnegación, en su acto de despojarse de las glorias del cielo y tomar sobre sí la forma de nuestra humanidad, aunque para los incrédulos su humillación escondió por completo su deidad. Y así quiso hacer Cristo, efectivamente, para que pudiese llegar como hombre a la cruz. La prueba que tenemos de su deidad se encuentra en el hecho de que Dios le levantó de entre los muertos. La vida de Dios no puede ser destruida, y el Hijo del Dios vivo no pudo ser vencido de la muerte; al contrario, al pasar por ella y salir triunfante, la venció y la deshizo. Por esto, como el Resucitado, habla en seguida de su obra futura, de la edificación de su Iglesia.
Después de hablar de la relevación que el Padre había hecho al corazón de Pedro, el Señor sigue diciendo: "Yo también te digo" - el contraste está entre la revelación dada ya por el Padre y la nueva que se desprende de sus labios - "que tú eres Pedro y sobre esta Roca edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella." ¿Cuál es el significado de esta declaración? Confirma primeramente el uso del nuevo apellido de Pedro en el sentido de que él era una piedra y útil en la construcción del nuevo edificio. Pero ¿dónde se había de colocar la piedra? "Sobre esta Roca edificaré mi Iglesia." Roma ha querido probar por este pasaje que Pedro era la Roca sobre la cual Cristo fundó su Iglesia. Fundamento muy inepto e inestable habría tenido si Pedro hubiera sido su única base. Pedro era hombre y en muchos sentidos no mejor que Ud. o yo. Admitimos que Pedro era una piedra, viva y útil, pero Cristo es la Roca; Cristo tal como Pedro le había confesado, en su carácter de Hijo del Dios vivo.
Es algo más que la curiosidad lo que nos hace observar aquí que Pedro no se olvida de esta palabra "vivo." En sus epístolas nos habla de una "esperanza viva" (1 Pedro 1:3), de una "Piedra viva," y de "piedras vivas" (2:4,5). Es muy hermoso cuando en este mundo mortal se nos pone en contacto con realidades vivas.
Cristo habla de la construcción de su Iglesia como una obra no empezada aún. "Edificaré" significa más tarde. Alguien dirá que la Iglesia de Dios tuvo su origen en Abel que ofreció el primer holocausto aceptable. No hay conflicto aquí. Había creyentes desde el principio y un linaje de santos desde el tiempo de Abel, pero Cristo habla de la Iglesia que ha de ser su cuerpo. ¿Cuándo se estableció? Evidentemente no fue edificado antes de que Él hubiese sido puesto como el fundamento, es decir, hasta que Él se entregó a la muerte, y la aniquiló, hubiese resucitado e ascendido a la gloria, y enviado desde la diestra de Dios al Espíritu Santo para servir de lazo de unión inquebrantable entre Él y los creyentes.
Es digno de notarse aquí que no fue Pedro quien iba a construir la Iglesia, sino Cristo, pues Este dice: "Yo edificaré." Tampoco dice: "He comenzado a edificar." La asamblea de creyentes que constituía su Iglesia en su principio fue el grupo de discípulos sobre el cual bajó el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, y desde ese momento hasta aquel otro en que el Señor aparecerá en las nubes para arrebatar de la tierra a los que son suyos (1 Tesalonicenses 4:15-18), la Iglesia seguirá formándose y creciendo.
La Escritura dice que esta Iglesia ha sido el objeto de la cariñosa contemplación del Padre desde la eternidad, pero la verdad acerca de ella quedó como un misterio hasta que el apóstol Pablo recibió revelación especial respecto a la misma (Efesios 3), mas obtenemos nuestra primera idea de ella de los labios del Señor, como se ve en esta conversación con su amado discípulo Pedro.
En seguida Jesús se dirige a Pedro y le dice: "Yo a ti daré las llaves del reino de los cielos." ¿Las recibió? ¿Cuándo y cómo? Las recibió seguramente debido a la gracia de Cristo y no a causa de sus merecimientos. Si Pedro fue escogido para este privilegio, es porque era un hombre de ideas progresivas, que miraba hacia adelante y no hacía atrás, y creo que lo mismo sucede ahora, y el hombre que avanza y crece en su afecto y devoción para la persona de Cristo es él que recibe más luz e aprende más de la verdad. No cabe duda de que Pedro fue escogido para una posición especial bajo el favor soberano de Dios, y que fue en este caso un "vaso escogido" del Espíritu en vista de las aptitudes que tenía para la empresa.
¿Cree Ud., amigo lector, que a Pedro le fueron dadas las llaves del cielo? ¡No lo permita Dios! Pedro no tuvo nada que ver absolutamente con las llaves de las puertas del cielo. Cristo dijo: "Las llaves del reino de los cielos." Ese reino estuvo e está en la tierra mientras que la Iglesia de Cristo pertenece al cielo. El reino de los cielos es la administración de los negocios del Rey aquí en la tierra, mientras que Cristo, su Rey rechazado y desconocido por los hombres, esté ausente en los cielos.
En todos los cuadros que los pintores han hecho de Pedro le representan con un manojo de llaves colgadas de su cinturón y con las ovejas reunidas en su derredor. Un pastor no alimenta su rebaño con llaves, ni son útiles éstas para la construcción de edificios. Una llave sirve para abrir una puerta cerrada, y cuando ha funcionado de este modo, deja de ser útil mientras quede abierta la puerta. Esta figura de nuestro Señor se ha interpretado mal. Jesucristo mismo ascendió al cielo, pero su obra tenía que ser avanzada aquí por medio de la administración del "reino de los cielos." Esta expresión "el reino de los cielos" se encuentra sólo en el evangelio de Mateo y sólo se dice de él que "se ha acercado." Pedro les abrió la puerta cuando pronunció su primer sermón apostólico, llamando a los judíos al arrepentimiento cuando los acusó de haber crucificado al Mesías y traído la condenación de Dios sobre sus propias cabezas. Más tarde empleó la segunda llave cuando bajó a Cesárea, a la casa de Cornelio e abrió con la palabra "creed" una puerta ancha para los gentiles, quienes hasta entonces habían sido excluidos del evangelio. A estos dijo: "Del mismo testifican todos los profetas que todo aquel que en Él creyere recibirá en su nombre remisión de pecados" (Hechos 10:43).
El Señor siguió hablando a Pedro, y le dice: "Lo que ligares en la tierra será ligado en el cielo, y lo que desatares en la tierra será desatado en el cielo." Es una referencia a la misma administración del reino en la tierra e en la asamblea, y no tiene nada que ver con las condiciones personales de salvación. Pedro fue llamado a un lugar especial en cuanto a la administración en la tierra, a fin de actuar por Cristo en la asamblea, como hicieron más tarde todos los creyentes. (Vea Juan 20:23).
Si tiene Ud. el deseo de entrar algún día en el cielo, es preciso que vaya al Salvador de Pedro y conseguir de Él la salvación, de la misma manera como Pedro la obtuvo. Y si llega a entrar en la asamblea de cristianos aquí en la tierra, tenga cuidado cómo anda, con circunspección, para no caer en pecado u error y traer deshonra al nombre de Cristo, e así exponerse a un solemne acto que la asamblea tiene autoridad para ejecutar, a saber: atar el pecado sobre Ud. mismo al excluirle de su círculo (véase 1 Corintios 5:13).
Desde ese momento el Señor cambió radicalmente el carácter del testimonio tocante a sí mismo, e encargó a los discípulos "que no dijesen a nadie que Él era el Mesías." Impidió así que ellos le anunciasen como el Cristo. Supo que los jefes de la nación no quisieron reconocerle como tal, y como no habían aceptado las manifestaciones que les había dado, no quería darles más luz sobre el asunto para no aumentar más su condenación. El evangelista nos dice que "desde aquel tiempo comenzó Jesús a declarar a los discípulos que le era necesario ir a Jerusalén, y padecer muchas cosas de los ancianos y de los jefes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y resucitar el tercer día." En lugar de estar al punto de recibir el reino, declara inequívocamente que le aguarda una muerte violenta. Esto era una cosa que Pedro no pudo comprender e interrumpiendo a Cristo, le comenzó a reprender diciendo: "Señor, ten compasión de ti; de ninguna manera esto te acontezca." Le era imposible comprender que convenía a Jesús morir. Juzgando por lo que había visto de su poder soberano sobre las fuerzas de la naturaleza para sanar a los enfermos, limpiar a los leprosos, abrir los ojos de los ciegos, los oídos a los sordos y hacer hablar a los mudos, calmar la tempestad e aún levantar a los que habían fallecido, le pareció imposible que su Señor fuera vencido al fin por la muerte como cualquier otro hombre, y por lo tanto le dice: "Esto no te ha de acontecer."
Mucho aprendemos de Jesús en su manera de contestar a Pedro. Le dice: "Apártate de mi vista, Satanás, de tropiezo me sirves, porque no entiendes lo que es de Dios sino lo que es de los hombres." Un momento antes había dicho: "Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás." Ahora, a pesar de su cariño especial para él, le califica con el título de Satanás porque ve en sus palabras una tentación semejante a las de su gran adversario. Sí, estaba presente en esos momentos su gran enemigo, valiéndose de Pedro como su instrumento. Satanás tiene tanta astucia que puede convertir al siervo más fiel en su mensajero de maldad. En la alternativa que Pedro sugiere, Cristo ve una proposición diabólica, e en el acto dice: "Apártate de mi vista, Satanás."
Si hemos de seguir a Jesucristo, tenemos que escoger este mismo sendero de vergüenza y de sufrimiento. Si rechazamos la cruz, no ganaremos la corona. Si no queremos seguir al Señor rechazado, no conoceremos el verdadero gozo de su compañerismo. Este es el significado de las palabras con que Cristo explica su acción violenta. "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz y sígame." Pero no olvidemos que en sus términos generales estas palabras son aplicables a cada uno de nosotros.
La explicación de la figura sigue en lo que Jesús dice luego: "él que quisiere salvar la vida, la perderá; e él que perdiere su vida por mi causa, la hallará; porque ¿de qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma?, o una vez perdida, ¿qué rescate dará el hombre por su vida?" ¿Qué le aprovechará, amigo lector, si pierde Ud. su alma? ¿Con qué puede Ud. rescatarla, una vez perdida? ¡Qué negrura de desesperación aguarda al alma que haya perdido todo! Las cosas que Ud. ahora tiene y que ha conseguido a expensas de su conciencia, las tendrá que abandonar muy pronto, y ¿qué le quedará? Nada bueno. ¡Oh lector mío! si no ha sido rescatado ya, piense Ud. bien en el precio que está pagando por los placeres del pecado que durará muy poco tiempo. Delante le están esperando el mundo, el diablo y la carne, y se ha vuelto la espalda a la gloria del cielo, al gozo eterno e a la presencia y bendición de Cristo. Por otra parte el cristiano escoge el sufrimiento primero, rehúsa tomar parte en los placeres que son malos y pasajeros, pero se libra de la necesidad de tener parte en una agonía de terror a la hora de la muerte, de sufrir vergüenza en el Día del Juicio y de traer sobre sí los tormentos eternos del infierno. No hay dos lados de esta cuestión. El cristiano escoge el único camino bueno, la única posición razonable. ¿Ha hecho Ud. esta elección?
Citaremos las palabras con que el Señor pone fin
a su argumento y que revelan las bienaventuranzas de
los que son suyos, pero dejemos la interpretación de
ellas para el capítulo siguiente. "Porque el Hijo del
Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus
ángeles; e entonces pagará a cada uno conforme a
sus obras. De cierto os digo: hay algunos de los que
están aquí que no gustarán la muerte hasta que hayan
visto al Hijo del Hombre viniendo en su reino."