Simón Pedro

Simón Pedro

W. T. P. Wolston

1892

La Restauración y La Nueva Comisión

Juan 20, 21

Ninguna parte de los evangelios es tan interesante o tan llena de lecciones instructivas como aquella en que se encuentran las escenas de la Resurrección. La muerte de nuestro Señor Jesucristo es el fundamento para todas nuestras bendiciones espirituales, pero su resurrección nos trae la evidencia de su victoria completa sobre la muerte, sobre Satanás y sobre el poder de la tumba. El testimonio de su resurrección es la prueba más evidente. Nuestro Señor fue visto, por lo menos, en diez diferentes ocasiones después de su resurrección, y para manifestación de su gracia singular, una de sus primeras apariciones fue concedida al que había pecado más contra É1, el penitente Pedro.

Las circunstancias bajo las cuales se manifestó a sus discípulos son de sumo interés para nosotros, porque demuestran cómo, sobre toda otra cosa, estimaba el afecto que ellos tenían para Él. La historia indica indirectamente que ellos estaban enteramente aturdidos e incapaces de dar un solo paso sin Él. Su primera manifestación fue a María Magdalena, una de las mujeres que le amaba más. Las otras mujeres tuvieron el mismo privilegio de reconocerle y recibir su mensaje de consolación. En seguida, nuestro Señor buscó a Pedro hallándole solo. Podemos decir que nuestro Señor sigue todavía el mismo programa. Su primer consuelo es para aquellos que le han sido fieles y que no saben cómo vivir o qué hacer sin Él. En seguida, visita al corazón del que ha errado del camino pero que llora su falta y desea ser restaurado. La gracia de Jesucristo siempre se extiende al que quiera volver.

Nuestro Señor Jesucristo fue crucificado entre dos ladrones, y al morir oró por sus verdugos y murió para expiar sus pecados. Antes de ponerse el sol, sus amigos bajaron tiernamente su cuerpo de la cruz, y manos amorosas lo pusieron en un sepulcro nuevo. Allí pasó la noche y todo el día del sábado. En la mañana del domingo de Resurrección, Pedro y Juan reciben la noticia, de la boca de María Magdalena, que el sepulcro está vacío, y los dos corren hacia el huerto, mas en el camino Pedro queda atrás. Algunos dicen que Juan le ganó porque era un hombre más joven y más ligero. A mí no me parece esa la razón porque llegó más tarde al sepulcro. Creo que se acordó de su pecado, y el recuerdo retardó sus pasos. Una mala conciencia y un corazón dañado afectan siempre los pasos del cristiano.

La historia nos dice que María Magdalena, en compañía con sus amigas, fue muy temprano al sepulcro. Hallándolo vacío ella volvió a la ciudad sin esperar un momento para avisar a Pedro y a Juan. Las otras mujeres buscando alguna explicación del misterio, se acercan, y al fin entran en la cueva, donde encuentran a los ángeles, quienes les dicen: "No os asustéis; buscáis a Jesús, el que fue crucificado: ha resucitado; no está aquí; he aquí el lugar donde le pusieron. Mas id, decid a sus discípulos, y a Pedro, que va delante de vosotros a Galilea. Allí le veréis, como él os lo dijo" (Marcos 16:6, 7).

En obediencia a estas instrucciones, partieron las mujeres, y ya habían ido cuando llegaron Pedro y Juan, seguidos, un poco más tarde, por María, quien lloraba desconsoladamente.

Llegando al sepulcro, los dos discípulos lo encuentran vacío, porque el ángel había bajado y quitado la piedra que tapaba la boca de la cueva. ¿Fue con el fin de dar salida al Señor? De ninguna manera, sino simplemente para permitir que Ud. y yo miráramos adentro y comprendiéramos que Jesucristo mismo, triunfante, había roto las cadenas de la muerte y quitado a la tumba su aguijón.

Juan, aunque llegó primero a la tumba, no entró primero. Se quedó mirando adentro: tal vez como por una ventanilla. Pedro no vaciló un momento en entrar cuando llegó, aunque era judío como Juan, y conocía la ley judaica de la contaminación, pero su deseo de saber la verdad era supremo en su mente. Encontraron todas las cosas en el más perfecto orden. No había ninguna señal de prisa. El sudario que se había usado para envolver la cabeza del Salvador estaba intacto donde había descansado la cabeza. Vieron los otros lienzos que se habían usado para envolver las especias y tenerlas en su lugar, también intactos, como antes, donde el cuerpo había sido colocado. Después de examinar todo, volvieron a su casa maravillándose de lo que había acontecido (Lucas 24:12).

El lugar no tenía la misma atracción para Pedro y Juan que para la Magdalena, quien fue movida por el amor intenso de una mujer que había escapado de una terrible desgracia. Leemos que "e1 Señor había echado fuera de ella siete demonios." Motivo muy suficiente para que todo su ser se concentrara en una ferviente devoción para Él.

Los dos hombres, "habiendo visto y creído," "fueron a sus casas." Tuvieron las pruebas visibles que satisfacieron sus inteligencias, y no hubo motivo para quedarse más tiempo en el sepulcro. Ella no vio lo que ellos vieron, y se quedó fuera sentada en la piedra, enteramente absorta en sus afectos. Ella no tuvo otro lugar donde recogerse, porque para ella no había más que un lugar en el mundo que le era querido, y ese lugar fue aquel en el que había visto a su Señor la última vez. Por lo tanto, ella permaneció fuera junto al sepulcro, llorando. No quiso vivir sin Él, y en respuesta a un afecto tan tierno, Él se le manifestó de una manera tan hermosa que esta escena es la más conmovedora en toda la Escritura.

Absorta en sus últimos recuerdos de Él como ya muerto y fuera de todo contacto con el mundo, piensa solamente en el maltrato que podría haber sufrido el cuerpo de su Maestro. Llora su ausencia, y también llora porque no puede consolarse con alguna expresión de su cariño sobre sus restos mortales. Mira hacia dentro del sepulcro y ve dos ángeles quienes le hablan, pero les vuelve la espalda, y sigue llorando. Otra persona se hubiera olvidado de su llanto en presencia de aquellos visitantes celestiales. Mas ella se manifiesta sumamente indiferente a su presencia. No hay en su alma lugar para más que una sola cosa, que es la imagen de su Salvador. Aun cuando Jesús mismo aparece y le pregunta por qué llora, no levanta la cabeza, y suponiendo que era el encargado del huerto y que habría sabido quiénes fueron los que habían llevado el cuerpo a otra parte, le dice: "Señor, si tú le has quitado de aquí, dime dónde le has puesto, y yo me lo llevaré." Piensa que todo el mundo debe saber quién es la persona de que habla, y no menciona a Jesús por nombre. Aquí vemos el colmo del amor humano. Ella misma tomará el cuerpo y lo defenderá de la profanación. Entonces el Señor, con una sola palabra, se revela a ella por el tono de la voz con que pronuncia su nombre: "¡María!" El había dicho antes: "Las ovejas conocen la voz de su pastor." Ella le contesta con una sola palabra: "Raboni," "Maestro mío" (Juan 20:16).

No nos debe parecer extraño que el Señor Jesucristo se manifestara primero a este corazón devoto. Lo que Él premiaba más en este mundo era el amor sin fingimiento, y bien podemos creer que reconoció la pureza del afecto de esta humilde mujer.

Las que le vieron en seguida fueron las otras mujeres de Galilea que habían recibido el mensaje de los ángeles y que ya estaban volviendo a la ciudad con el objeto de llevar las nuevas a los discípulos, y a Pedro. Jesús las encontró en el camino y las saludó diciendo: "Salve." Reconociéndole, se acercaron a Él y "asieron de sus pies y le adoraron." Entonces les dijo Jesús: "No temáis: id, decid a mis hermanos, que vayan a Galilea; allí me verán" (Mat. 28:9,10). El tercero que tuvo el privilegio inestimable de ver a Jesús en ese día fue Pedro, pero no tenemos ningún detalle de la entrevista. Bien podemos creer que si Pedro, creyendo ya que su Maestro vivía, anhelaba confesar su falta ante Él a quien había ofendido tan hondamente, el Señor también deseaba ardientemente pronunciar la palabra de perdón que traería consuelo y paz a su corazón afligido.

Si por acaso quedaba alguna duda en la mente de Pedro después de la visita al sepulcro, fueron todas disipadas cuando las mujeres trajeron el mensaje del ángel con su recado especial para él: "Decid a los discípulos, y a Pedro, que va delante de vosotros a Galilea."

El evangelista Lucas nos presenta otro cuadro hermoso de los incidentes de ese día. Leemos en el capítulo 24 que dos hombres, o tal vez un hombre con su mujer, andaban por el camino en la dirección de Emaús, donde tenían su casa. En el camino Jesús mismo "se acercó y andaba con ellos" tomando parte con ellos en la conversación acerca de sí mismo. Al llegar a la casa, le constriñeron a quedarse con ellos, y en la mesa "fue conocido de ellos en el acto de romper el pan." Aunque ya era tarde, tan tarde que se valieron de la hora avanzada para persuadirle a permanecer en su casa, inmediatamente se pusieron en pie para volver a Jerusalén - una distancia de tres leguas - para participar a los discípulos la maravillosa historia de su aparición a ellos en el camino. Nuevas como éstas eran para toda la compañía, y tan acertada era su llegada que "encontraron a los once reunidos, y a los que estaban con ellos." Aquí su gozo les fue corroborado, porque la primera salutación que recibieron fue: "¡El Señor verdaderamente ha resucitado y ha aparecido a Simón!" Lo que el Señor dijo a Pedro en esa entrevista que tuvo con él no nos es permitido saber: Dios ha echado un velo sobre la escena, pero sabemos que el siervo se presentó lleno de pesar por su falta y que el Maestro se presentó lleno de gracia incomparable. La confianza entre Pedro y su Señor quedó restaurada por completo.

Si me pregunta cómo lo sé, le diré que leo en Juan 21 que los siete discípulos pasaron aquella noche pescando en el mar de Tiberias, al amanecer el día siguiente vieron a Jesús en la playa, y tan pronto como supo Pedro quién era, se echó en el agua para llegar a la playa cuanto antes, porque quería estar al lado de su Maestro. No quiso esperar los movimientos lentos de la nave cargada de los peces, mas se echó en el agua y nadó a tierra. No lo hubiera hecho si hubiese algo entre él y su Maestro, o si hubiera sentido que algo pesaba ya en su conciencia. Podemos decir que en la primera entrevista que tuvo con su Maestro se efectuó una reconciliación privada e íntima; en la playa de Tiberias el Maestro obró su restauración pública. Tenemos las restauraciones públicas de los que han ofendido en la iglesia, concediéndoseles de nuevo los privilegios del culto o de la mesa del Señor; pero de nada han de valer estas restauraciones públicas que los hombres hacen si no se ha verificado la reconciliación privada con Jesús.

Nos acordamos que Cristo había sido el intercesor de Pedro ante el trono de la gracia. Fue el conocimiento de esa abogacía celestial la que obró tan eficazmente en él para hacerle sentir toda la pecaminosidad de su traición, de manera que no pudo descansar hasta no haber confesado su falta y manifestado su odio de sí mismo por haber hecho tales cosas. Su confesión abrió la puerta para el más amplio perdón y su completa restauración. Antes de que cayera, su Maestro estaba intercediendo por él, y aquella mirada fija del Señor le volvió en sí.

En otras dos ocasiones nuestro Señor se apareció a sus discípulos, estando también presente Pedro, pero las pasamos por alto, porque aunque muy importantes, no presentan incidentes particulares en los cuales Pedro tomara parte alguna. De manera que volvemos a nuestra escena en la playa de Tiberias, porque es evidentemente la intención del Maestro que aquel evento en la vida de Pedro del que hemos hablado y del que había tenido tan tristes resultados para él no quedara como un borrón en su historia sino que la mancha fuera quitada en la presencia de todos sus compañeros, quedándose ellos asegurados también de que su perdón había sido amplio y su restauración completa. Vamos a ver con qué buen tino y gracia el Señor dispuso del asunto.

Como hemos visto ya, el Señor mandó decir a los discípulos que fuesen a Galilea, participándoles que iría delante de ellos y que allí le verían. Siguiendo estas instrucciones, partieron de Jerusalén, y unos días después se encontraron juntos en su suelo nativo. El Señor no se apareció luego, y era necesario esperarlo. Sin duda, los quiso poner a prueba, como todavía hace con nosotros. En la atmósfera de todas aquellas ocupaciones y costumbres antiguas, tan familiares para él, Pedro se acuerda de su vida de pescador, y cada día se inquieta más por la forzada ociosidad en que se encuentra. Habían salido del centro bullicioso de Judea, con su excitación febril causada por fermentos religiosos y políticos, para hallarse estancados en Galilea, donde prevalecían sólo las ideas comerciales. Lo mismo pasa con la Iglesia en nuestros días, y nosotros nos encontramos en medio de influencias que tienden a hacernos olvidar nuestras primeras experiencias cristianas, y sin embargo, es necesario pasar el tiempo en el mundo, con su comercialismo y su materialismo, mientras esperamos la segunda venida del Señor Jesús. Pedro no pudo resistir la tentación de su antigua vocación, y cediendo al impulso de hacer algo para pasar el tiempo, dijo a sus compañeros: "yo voy a pescar." No tardaron en secundar su idea, y subiendo en un barco, pasaron la noche en el mar con sus redes. Pero esta no era la obra que Cristo tenía para ellos, y no la debían haber hecho. Es muy fácil para los que somos cristianos, si no tenemos el corazón lleno de pensamientos acerca de Cristo, volver a ocuparnos de los quehaceres mundanos y caer en los viejos hábitos, y así entregamos, poco a poco, a influencias a las que antes habíamos renunciado con toda la fuerza de nuestra voluntad como malas e inconvenientes, porque al enfriarse nuestro regocijo en Cristo perdemos el calor de nuestro primer amor como servidores de Cristo.

Esta fue la situación en que se encontraron los discípulos al llegar al mar de Galilea. "Estaban juntos Simón Pedro, y Tomás, llamado Dídimo, y Natanael, el que era de Caná de Galilea, y los hijos de Zebedeo, y otros dos de los discípulos; diceles Simón: A pescar voy. Dicenle: Vamos nosotros también contigo. Fueron, y subieron en un barco; y aquella noche no cogieron nada." Creemos que no fue por mera casualidad que no hayan cogido nada. Cuando uno anda por mal camino, no debe esperar tener buen éxito. Nuestro Dios y Padre, que nos mira, dirige cada uno de nuestros pasos por medios que no conocemos hasta mucho tiempo después.

Pasaron las largas horas de la noche y se afanaron los hombres en el ejercicio de toda la habilidad que antes les caracterizaba, pero sin resultado, y cuando amanecía el día siguiente, oyeron la voz de uno que les llamaba desde la playa preguntando: "¿Hijos, tenéis algo de comer?" Tuvieron que responder: "No, nada." El extraño les habló otra vez diciendo: "Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis. Echáronla, pues, y ya no podían traerla a sí a causa de la multitud de los peces" (versículo 6). Algunos años antes, tal vez en este mismo lugar, estos hombres habían tenido una experiencia semejante en casi todos sus detalles, a saber: habían pasado la noche inútilmente echando sus redes, y al día siguiente, en obediencia al mandato de su nuevo Maestro, habían llenado las dos barcas de la pesca milagrosa que resultó. No es extraño, pues, que Juan, muy sensible siempre a las influencias espirituales, adivinó luego que este fruto inesperado de sus labores se debía a la presencia de Cristo, y dijo a Pedro: "¡Es el Señor!" No puede ser otro. Pedro acepta inmediatamente esta interpretación de la grande pesca, y obra con toda su acostumbrada energía. "Ciñóse su túnica de pescador y se echó en el mar. ¿Para qué? Para llegar cuanto antes a la playa a fin de ponerse a los pies de su Señor. El hecho de que haya obrado tan espontáneamente y sin vacilación es la mejor prueba de que gozaba ya de la más plena confianza en el afecto de su Señor y que no anticipaba sino el más vivo placer en su compañía. Si no hubiera sido así, habríase quedado en el barco, porque estaban a una distancia de doscientos codos de la tierra.

Había un significado especial en el cuadro que se les presentó al llegar a tierra. "Vieron allí un fuego de carbón, y un pescado encima, y pan. Jesús les dijo: Traed de los peces que habéis cogido ahora. Subió Simón Pedro en el barco, y sacó a tierra la red, llena de grandes peces, ciento cincuenta y tres, y aunque había tantos, sin embargo, no se rompió la red. Diceles Jesús: Venid y almorzad. Y ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle: ¿quién eres tú?, conociendo que era el Señor. Viene Jesús entonces y tomó el pan, y se lo dió, y así mismo del pescado. Esta es ya la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de que hubo resucitado de entre los muertos" (versículos 9-14).

Este modo de enumerar las apariciones de Jesús se ha de entender como refiriéndose solamente a los discípulos en grupo y no a los individuos. Esta era la séptima aparición de Él en realidad. Pero hablando de las veces que había aparecido a sus discípulos, la primera fue seguramente su venida a ellos al aposento alto en la noche del día de su resurrección; la segunda fue la de ocho días después, cuando Tomás estuvo presente. Esas dos primeras apariciones pueden ser interpretadas como figuras o símbolos de épocas venideras en su reino; la primera representando la formación de la Iglesia y la segunda el recogimiento del "resto de Jacob" o de los piadosos judíos que han de ser salvados al último. La tercera aparición, con su escena de la pesca milagrosa (Juan 21), representa la conversión de los gentiles. El recogimiento de los peces sin romperse la red es una figura de la "plenitud de los gentiles" en los últimos días. En la primera pesca milagrosa se rompió la red, y los barcos se anegaron. Es algo significativo que en esta última vez, según nos dice la Escritura, la red resiste maravillosamente. La obra de Cristo en el milenio no va a tener imperfecciones. Él estará presente en persona con toda la potestad de su vida resucitada, y la obra que va a efectuar no dependerá de los hombres, y no habrá posibilidad de su fracaso. En la primera pesca había un número muy crecido de peces, pero las redes no aguantaron para sujetar la muchedumbre de su presa; es decir: la administración humana que los apóstoles formaron no fue suficientemente fuerte para conservar todos los frutos de su conquista. La presencia del Salvador resucitado en los últimos días remediará esa falta, y nada se perderá. Otra cosa interesante encontramos aquí para ayudar nuestro simbolismo. Al llegar a la tierra con la pesca, los discípulos encontraron que Cristo tenía ya algunos peces. Así será en los últimos días; antes de su manifestación en gloria habrá preparado un pequeño resto que sacará de en medio de los incrédulos. Empero, después de su manifestación, sacará del mar de las naciones una multitud de almas que ninguno puede contar.

Después de participar de este almuerzo misterioso el Señor hace la restauración pública de Pedro, y en anticipación de lo que va a hacer, le lleva donde "hay un fuego de ascuas con pescado puesto encima de ellas, y pan." Es un recuerdo muy vivo de esa otra lumbre en donde estuvo calentándose cuando negó a su Maestro, pero en esta vez hay no solamente lumbre sino también comida, de manera que es una figura de perdón y también de consuelo y de cuidado amoroso.

Jesús los convidó a almorzar, pero no dijo ninguna palabra del fracaso y cobardía de Pedro. Aunque los otros discípulos huyeron de los soldados en el huerto y Pedro entró en el palacio, me imagino que ellos consideraron que su huida del huerto era un pecado muy insignificante en comparación con la traición de Pedro. Los rancheros tienen un refrán que dice: "No te fíes del caballo tropezador," pero la ley de la gracia divina sigue otro curso, y no se fía del hombre hasta que haya caído y perdido su porfía, que es un obstáculo para que sirva bien en el reino. Vamos a ver cómo esta ley operó en la restauración de Pedro y en su magnífico ministerio después.

El Señor no le reconvino ni habló de su falta de fidelidad. Sondeaba su corazón por medio de preguntas escudriñadoras, y Pedro no supo qué responder, y reconociendo que Cristo conocía su corazón mejor que él mismo, en lugar de jactarse de su devoción y lealtad, simplemente abrió su corazón y esperó el fallo de su Maestro acerca de él. La pregunta de su Señor, repetida tres veces y con muy pequeñas variaciones, fue como tres estocadas que penetraron muy adentro y descubrieron sus pensamientos más secretos. En contestación a la tercera pregunta, Pedro dijo: "Señor, Tú sabes todas las cosas; Tú sabes que te quiero." El Señor no terminó su examen hasta que Pedro comprendió exactamente cuál era la actitud de su propia mente. Cuando se secan las fuentes del egoísmo y el alma abandona por completo toda confianza en su propia sabiduría, es fácil echarse sin reserva sobre el amor y la gracia de Aquel que puede defenderla de semejantes fracasos, y que espera el momento de la confesión de nuestra impotencia para poner todo su poder y gracia a nuestro alcance.

Cuando hubieron almorzado, el Señor, dirigiéndose a Pedro, le dijo: "Simón, hijo de Jonás, ¿me amas tú más que estos?" Tal vez una indicación con la mano o con la cabeza le hizo comprender que se refería a los otros discípulos, y Pedro debió haberse acordado de su protesta vehemente cuando dijo: "aunque todos hallaren ocasión de ofensa en Ti, ¡nunca jamás la hallaré yo!" La palabra que el Maestro usaba para expresar "amor" no era la palabra común que se usaba para describir el cariño personal, sino que se refiere a una pasión elevada y espiritual. Cuando Pedro respondió, no usó la misma palabra sino otra que significa un cariño especial: "Señor, Tú sabes que te quiero." Aceptando la contestación como satisfactoria, el Señor le dió un encargo especial diciéndole: "Apacienta mis corderos." En seguida, vino la segunda pregunta que era aún más lacónicas "Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?" No se trata ahora de comparaciones entre él y los otros, y Pedro contesta de la misma manera que antes, evitando la palabra que Cristo había usado y concretándose a hablar del cariño personal que sentía y de cuya fuerza no podía dudar ya. Dijo: "Señor, Tú sabes que yo te quiero." Otra vez el Señor le dió el encargo: "Pastorea a mis ovejas." Después de algunos momentos el Señor le habló por tercera vez, ahora empleando el mismo verbo que Pedro había empleado, le dice: "Simón, hijo de Jonás, ¿me quieres tú?" es decir: ¿tienes para mí en verdad el cariño personal que dices que tienes?

Pedro le había negado públicamente tres veces. El Señor le pregunta tres veces si en verdad le amaba. La coincidencia es demasiado aparente, y Pedro contesta con el espíritu enteramente quebrantado y abatido, diciendo con mucha humildad: "Señor, Tú sabes todas las cosas; Tú sabes que te quiero." Podemos interpretar sus palabras de esta manera: "Señor, Tú tienes el poder de penetrar hasta lo más recóndito de mi ser y conocer mis pensamientos más íntimos: Tú sabes si Te amo o no. Otros creerán, quizás, que estoy jactándome otra vez de mi lealtad, pero Tú no te dejas engañar y sabes que con todo mi corazón te amo." La confesión fue completa: los móviles del corazón que se manifiestan en la vanidad y el amor propio y que pueden hacer caer a cualquier hombre, se habían desarraigado del ánimo de Pedro, y por lo tanto el Señor le restablece tan públicamente como fue pública su falta; con las palabras: "Pastorea a mis ovejas," Cristo manifiesta su confianza completa en el Simón transformado, quien desde ahora en adelante merece su nuevo nombre de Pedro, la Piedra. El encargo que le da es la mejor señal de que Pedro tiene que seguir ocupando una posición de responsabilidad en la dirección de la iglesia. "El Pastor ama a sus ovejas, y su vida da por ellas;" y al ausentarse de ellas, como ya era necesario, encarga su cuidado al siervo que las amará también y las apacentará con la misma solicitud con que Él lo haría.

Vemos aquí la operación de la gracia en toda su perfección, y todo para el beneficio de Pedro. Antes de que él cometiera su falta y aun antes de que sintiera su peligro, el amor del Señor hacia él le impulsó a interceder por él, y ahora ese mismo amor brilla en su corazón con el mismo fulgor como antes de su caída. La gracia humana apenas hubiera alcanzado para perdonarle y admitirle otra vez en el círculo de los creyentes, pero la gracia de Cristo borra la falta tan completamente que Pedro vuelve a ocupar el mismo lugar que tenía antes. Esta restauración fue posible sólo en vista de la completa humillación de Pedro, pero su nuevo trabajo no le ha de ser una constante humillación sino la tarea que él más anhelaba emprender, para poder dar la más amplia prueba de su arrepentimiento y de su lealtad. Así obra Dios, y así obra la gracia de nuestro Señor Jesucristo. En verdad sus caminos no son como nuestros caminos. La gracia inspira la confianza a medida que sentimos que es gracia. Confiamos en Dios para el futuro porque hemos experimentado su gracia en el pasado. Tan luego como hayamos aprendido que no nos conviene de ninguna manera confiamos en nosotros mismos, comenzaremos a poner nuestra confianza en esa gracia que nos perdona, nos restaura y nos restablece en el camino de la obediencia. La vida subsiguiente de Pedro es la mejor prueba de la sabiduría de este curso, y la misma ley de gratitud está en operación entre los hombres en el día de hoy. Si Ud. quiere saber quién es la persona a quien su amigo ama más, fíjese en aquel que recibe el encargo de cuidar de sus intereses al partir éste para puntos lejanos.

Jesús iba a partir del mundo dejando en él a los seres que más amaba. Como el "Pastor principal" de las ovejas, procuró encargarlas al que sería fiel y amoroso y prudente en su trato de ellos. Pedro es el escogido para el puesto. Si tomamos en cuenta lo terrible que fue su caída, no admitiremos que su restauración fuera prudente o aun posible; pero el Maestro le juzga todavía digno de toda su confianza, porque conoce la profundidad de su arrepentimiento y el poder de la gracia.

En esta historia, pues, hemos visto la restauración pública de Pedro y al mismo tiempo cómo fue encargado de una nueva comisión en prueba de que Cristo le reconocía como hombre cambiado y restaurado, porque Cristo no pudo haber hecho una declaración más abierta de su confianza en él que esta de encargarle del trabajo pastoral. No nos olvidamos de que Cristo es el mismo Salvador ahora y que su amor para nosotros excede todos nuestros cálculos.

Nos conviene estudiar por un momento el carácter de la nueva comisión que Pedro recibió. Los corderos y las ovejas que él tenía que pastorear eran los creyentes en Jesús que fueron adquiridos de entre los judíos. Cualquiera alma puede aprovecharse del ministerio de Pedro, pero es probable que nuestro Señor contemplaba especialmente, en esos momentos, a los de su propia nación que habían de creer en Él. Las relaciones personales entre Pedro y Jesús durante su vida en la tierra le prepararon particularmente para pastorear a los creyentes judíos. Pastoreaba a los corderos cuando les ministraba por medio de sus discursos (como vemos en el libro de los Hechos), probándoles que Jesucristo era el verdadero Mesías esperado. Pastoreaba a las ovejas, es decir, a los adultos en la fe, cuando les daba la doctrina nutritiva que encontramos en sus epístolas. La misión especial de Pedro, como él mismo la reconocía, se limitaba a "los de la circuncisión." Recibió esta comisión de Jesús y la desempeñaba por donde quiera que había judíos, pero hablándoles como individuos esparcidos sobre la tierra, más elegidos para gozar de una herencia incorruptible en los cielos. Su testimonio acerca de Jesús fue rechazado por los judíos como nación, y en un sentido su ministerio terminó con su muerte. No fue así con el apóstol Juan. Su ministerio sigue todavía, porque sus escritos se ocupan de las relaciones inmutables que todos podemos tener con Jesucristo, y que durarán hasta que Él vuelva otra vez a la tierra.

La gracia con que el Señor Jesús perdonó y restauró a Pedro no terminó con darle la nueva comisión especial de que acabamos de hablar. Hemos visto cómo en dos ocasiones críticas Pedro había hecho grandes confesiones. Muy grande debe haber sido su pesar de que no se aprovechó de la tercera oportunidad magnífica para confesarle como el Mesías y el Hijo del Dios vivo en el patio del sumo sacerdote. A causa de su cobardía y para salvar su propia vida, le había negado tres veces cuando una confesión hubiera valido más que nunca para la causa de su Maestro. Pero no había de ser privado de una tercera oportunidad de hacer esta confesión cuando le costaría caro. Cristo le dijo: "De cierto, de cierto te digo: cuando eras más mozo, te ceñías e ibas donde querías: mas cuando ya fueres viejo, extenderás las manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras. Y esto dijo, dando a saber con qué muerte había de glorificar a Dios; y dicho esto, dicele: Sígueme" (versículos 18, 19). No había seguido a Jesús cuando era cosa de su propia voluntad; más tarde cuando la voluntad de Dios dirigía todos sus movimientos, había de seguir a Jesús en el camino del martirio. Una oportunidad tan señalada para servir a Dios no se da siempre a los que se han apartado del camino de la obediencia. Lo que se pierde por la falta de fe o de fidelidad, no siempre nos es restaurado, pero Dios en su misericordia dió este privilegio a Pedro. Ir a la cárcel y a la muerte era el blanco que Pedro se ponía delante cuando se jactaba de su devoción. Después de faltar señaladamente en el momento de la prueba, logró obtener el mismo honor bajo la gracia y la voluntad de Dios. Es el objeto principal de la gracia enseñarnos que no podemos hacer nada con nuestras propias fuerzas, y esta era la lección que Pedro había aprendido. Más tarde, con toda humildad, y fiándose enteramente de la gracia de Cristo, aprovechó la oportunidad de hacer lo que pensaba antes, y que no hizo porque ignoraba por completo la verdadera debilidad de su carácter. Cuando se encontró en el momento de la prueba en las manos de Satanás, toda su fuerza de voluntad se volvía en flaqueza; más tarde, cuando físicamente estaba mucho más débil, le fue dada la gracia necesaria para sufrir y morir en testimonio de su lealtad al que antes había negado. Pero entonces no lo hizo de su propia voluntad sino bajo la sujeción de otros, pero la gracia divina le sostuvo firme hasta el fin. Aprendamos bien este principio de la operación de la gracia divina: cuando carecemos de fuerzas y de voluntad, obra en nuestro favor el poder divino que nos sostendrá y nos fortalecerá hasta que hayamos cumplido con esa voluntad santa, no importa cuán difícil sea la tarea.

El grande cambio que Pedro sostenía en sus relaciones con su Maestro no 1e quitó los instintos naturales de su carácter. Leemos en seguida: "Volviéndose Pedro, ve a aquel discípulo a quien Jesús amaba, que seguía ... y dice a Jesús: Señor, ¿y este, qué?" (versículos 20, 21). La referencia es al discípulo Juan, quien, al oír la invitación hecha a Pedro que le siguiera se levantó también y siguió a los dos, aunque no fue invitado a hacerlo. La contestación de Jesús era un enigma para los discípulos, y lo es todavía para nosotros, pero la lección que se encerraba en ella para Pedro no era dudosa. Jesús le dijo: "Si quiero que él se quede hasta que yo venga, ¿qué se te da a ti? Sígueme tú." Bástenos conocer el sendero que nuestros pies tienen que trazar sin ocuparnos de los destinos de nuestro hermano. "Y este, ¿qué?" es una pregunta que no nos atañe hacer, y la contestación de Jesús era una reprensión que dirigió a Pedro, dándole a entender que no le importaba saber el destino particular de su hermano, pero sí, que le importaba mucho ser leal en su propio servicio. El que corre en la carrera, fija los ojos en el blanco y no en sus compañeros. Nos parece extraño que después de pasar por una experiencia tan triste y de recibir el presagio directo de su propia muerte como mártir, Pedro se olvidara de sí mismo a tal grado que haría semejante pregunta, pero al leer la historia tenemos que confesar que el viejo Pedro que conocimos no se ha destruido y que no se ha quitado ese carácter impulsivo de entremeterse en los asuntos de otros. Es el mismo Pedro donde quiera que le encontremos. La prudencia no formó la parte principal de su carácter pero el entusiasmo sí, y fue su cariño para Juan lo que le impulsó a hacer la pregunta indiscreta. De todas las preguntas extravagantes que hemos estudiado, hemos hallado siempre alguna lección importante para nuestra dirección, y ésta no ha de ser una excepción.

La contestación del Señor había sido esta: "Si yo quiero que permanezca hasta que yo venga, ¿qué se te da a ti?" La interpretación que los discípulos después dieron a estas palabras, a saber: que Juan no moriría, no la debemos aceptar, porque no era una profecía directa, y no conviene dar a las palabras de Jesús una interpretación indirecta sino cuando el mismo Espíritu nos da la garantía para ella en otros pasajes de la Escritura. A mi parecer, la declaración de Jesús se refiere al ministerio de Juan, que no había de cesar hasta que Él viniera en persona para juzgar el mundo.

La asamblea de los creyentes, o la Iglesia, considerada como el lugar de la morada de Dios en la tierra, viene a ser el substituto legal por el templo, o la casa de Jehová en Jerusalén. Con la destrucción de esa ciudad se terminó la historia de la Asamblea como el centro terrestre de los creyentes, como se terminó también el sistema del judaísmo, con su ley y las promesas. Entendemos también que con esta destrucción de Jerusalén llegó a su fin natural el ministerio especial de Pedro, porque lo que permaneció en pie era la asamblea celestial, de la cual el apóstol Pablo era el ministro particular. Este nos presenta los consejos de Dios en Cristo y aquella obra por medio de la cual tenemos entrada en la gloria celestial. Pasando adelante tenemos el ministerio de Juan, el cual nos presenta, primeramente por medio de su Evangelio y sus epístolas, la Persona del Hijo de Dios y la encarnación de esa vida eterna en el mundo; y como la segunda parte del mismo ministerio, tenemos, en el libro del Apocalipsis, el cuadro del dominio y del juicio de Dios en operación al manifestarse en gloria su Hijo en su segunda venida. Este ministerio permanece después del de Pablo.

El tiempo de esta venida a que se refiere Jesús cuando dice: "hasta que venga," no es la de su primera venida en las nubes para arrebatar a la gloria a todos sus santos, sino que es, en mi opinión, su manifestación subsiguiente en gloria aquí en la tierra. Juan vivió hasta después de la caída de Jerusalén y vio la terminación de aquellos medios iniciales para la formación de la Iglesia en la tierra. Juan siguió ministrando, y dirigió la mirada de los fieles hacia las otras manifestaciones del Señor. Es probable que Juan haya vivido como hombre y como siervo de Cristo hasta que todos los otros apóstoles ya habían muerto, pero en su último escrito, el libro de Apocalipsis, vivirá como ministro de Cristo hasta su venida en gloria. Es en este sentido como se debe entender, según mi humilde opinión, que se ha cumplido la palabra del Señor cuando dijo: "Si quiero que permanezca hasta que venga, ¿qué se te da a ti?"

Sea esta interpretación válida o no, no hay nada dudoso en la última palabra de Cristo dirigida a Pedro. Cuando le dice: "sígueme," nos da una amonestación a todos que no debemos dejar pasar desapercibida. Debemos todos procurar vivir cada día en obediencia a este mandato, sirviéndole sin cesar y sin faltar y dándole todo el servicio de que seamos capaces, "hasta que Él venga."