Simón Pedro

Simón Pedro

W. T. P. Wolston

1892

Lavando los Pies

Juan 13

Este capítulo ocupa una posición singular en el Evangelio de Juan. Se ha terminado el ministerio público del Señor, y en anticipación de la última gran obra de su vida, se dedica por unas cuantas horas enteramente a sus discípulos, como vemos en este capítulo y en los cuatro que siguen, enseñándoles cuáles serían los verdaderos frutos de sus sufrimientos sobre la cruz y cómo glorificaría a Dios perfectamente por medio de ellos. Estando al punto de abandonar la tierra, quiere abrir una puerta a sus discípulos para que entraren en una nueva y muy íntima asociación con Él en la nueva posición que Él iba a ocupar en el cielo.

Los discípulos, todavía creyendo que Él como el Mesías preparaba el terreno para establecer su reino en la tierra, siguieron pensando hasta este momento que muy pronto gozarían de grandes y especiales privilegios y poderes porque eran sus secuaces más inmediatos. Pero al fin esta ilusión fue destruida por completo, y aquí en este capítulo trece de Juan, el Maestro habla claramente de su separación de todas esas escenas terrestres. Empero procuró enseñarles al mismo tiempo que sus relaciones con ellos no iban a terminar, y que ellos entrarían en una nueva relación con Él. Hasta ahora Él había sido su compañero diario. Esta relación tenía que ser terminada a causa de su ausencia. Más tarde volvería por ellos y los llevaría a su nueva morada después de haberlos preparado para el cambio.

En el incidente con que se abre la historia de esta noche, Jesús se hace sirviente. Ministró a sus discípulos en el carácter de un criado o servidor, siendo Él el Señor de todo. Su ministerio a favor de los suyos nunca terminará. "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin." El amor de Jesucristo no tiene fin. En todas las diferentes circunstancias que le rodean a Él y que nos pueden rodear a nosotros, su amor permanece inmutable.

Tenemos aquí a nuestro Señor obrando como el perfecto arquetipo del siervo hebreo. Leemos: "Si comprares siervo hebreo, seis años servirá; mas el séptimo saldrá horro de balde. Si entró solo, solo saldrá; si tenía mujer, saldrá él y su mujer con él. Si su amo le hubiere dado mujer, y ella le hubiere parido hijos o hijas, la mujer y sus hijos serán de su amo, y él saldrá solo. Y si el siervo dijere: Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre: entonces su amo lo hará llegar a los jueces, y le hará llegar a la puerta o al poste; y su amo le horadará la oreja con lesna, y será su siervo para siempre" (Éxodo 21:2-6). Como Cristo no quiso estar separado de los que Él amaba, tomó sobre sí los oficios del siervo perpetuo en prueba de su amor eterno. Este es el significado del incidente que hallamos en este capítulo.

Jesús llevará a sus amados para que estén donde Él va a estar, porque es en beneficio de ellos que hace su gran obra de redención. Se encuentra un rasgo de su amor inagotable en que Jesús, en este primer incidente de la cena pascual, manifiesta su aprecio especial para los que habían aderezado la mesa. Mateo nos informa (26:17-19) que los discípulos le preguntaron dónde quería que comiesen la Pascua, y que Jesús les indicó su placer en el asunto sin decirnos quiénes eran los que fueron despachados para hacer los preparativos. Marcos solo dice (14:13) que "envió a dos de sus discípulos," pero Lucas nos da sus nombres: "y envió a Pedro y a Juan diciendo: id, aderezadnos la pascua para que la comamos" (22:8). Juan, con su acostumbrada modestia, calla toda referencia de si mismo en este servicio, pero es Juan quien nos relata esta escena en que el Maestro bendito les lavó los pies, y nos permitimos creer que Juan escribió la historia porque se acordaba cuán grato era el refrigerio del lavamiento después del trabajo y cansancio de su misión de servicio en favor de todos los demás. No dudamos de que los dos se regocijaron de la oportunidad que tuvieron para servir a su Señor y que no pensaron por un momento en que su Maestro les iba a pagar de esa manera, porque veremos luego cómo Pedro, volviendo con los pies empolvados de sus muchas vueltas y mandados, tenía la necesidad del lavamiento, pero huía de tal servicio cuando con condescendencia infinita el mismo Maestro se dispuso a servirlos.

Era el objeto principal del Señor hacer rebosar su amor y gracia en esta ocasión. Es la víspera de su muerte, y todo está listo. Aún la vileza de Judas ha producido su fruto maduro. Jesús conoce bien que ha llegado su hora para salir de este mundo. Todos están en sus lugares en derredor de la mesa, mas el acto ceremonial de lavarse las manos y los pies no se ha verificado. De repente Cristo "se levantó de la mesa y quitándose sus vestidos, tomó una toalla y se la ciñó; después echó agua en el lebrillo, y se puso a lavar los pies de los discípulos, y los limpió con la toalla con que estaba ceñido." Era un acto que le tocaba hacer a un criado, pero en los casos donde no había siervos, lo debía hacer el huésped de la casa. La costumbre antigua en el oriente era que la primera cosa al recibir una visita en la casa o en la tienda de campaña era proveerle agua para lavarse los pies. Así hizo Abraham (Génesis 18:4). Leemos en Lucas que nuestro Señor reconvino a su huésped Simón por no haberle traído agua para sus pies. En esta ocasión el Señor tomó e lugar del huésped y proveyó el agua, y como no hubo criados, procedió a cumplir con los deberes del huésped lavándoles los pies a cada uno. Era un acto maravilloso de condescendencia. ¡El Señor de gloria bajando al nivel de un criado y lavándoles los pies a esos doce hombres! Manifestó así la gracia en su perfección, la gracia de un Ser divino tomando el lugar de un hombre y, hallándose entre los hombres, haciendo el trabajo servicial que pocos hombres condescenderían a hacer. Pero era un servicio útil y necesario. Los discípulos, refrescados y preparados, se encuentran listos para aceptar la invitación de comer que Él les hacia. Es el propósito de Cristo proveer siempre para el reposo y la tranquilidad de su pueblo.

En esos momentos tan solemnes, Pedro, obrando de conformidad con su naturaleza impulsiva, se opone a la acción de Jesús diciendo: "Señor ¿tú me lavas a mi los pies?" No había comprendido el simbolismo del acto; sentía que el Señor se degradaba al hacerlo, y en esto su pensamiento es muy natural, porque los hombres no saben condescender sin perder su dignidad. Sólo la gracia divina es capaz de hacerlo, porque es imposible que esa gracia sufra desdoro. Como Pedro habla con toda la franqueza de su corazón, su pregunta sirve de medio para la revelación de una nueva y preciosa verdad. "Respondió Jesús y le dijo: Lo que hago tú no lo sabes ahora, mas lo entenderás después." Las mentes de los discípulos necesitaban la iluminación del Espíritu Santo, que les fue dada más tarde, para comprender el simbolismo de muchos de los actos del Señor. Durante todo su ministerio muchas de sus palabras les parecían enigmas, pero no fueron olvidadas. Hasta que nosotros tengamos la misma iluminación espiritual, no comprenderemos la mente y los caminos del Señor Jesucristo. Es posible poseer vida sin gozar de grandes poderes e inteligencia. Si a nosotros parece fácil seguir el hilo de la revelación divina, es porque gozamos de la presencia del Espíritu Santo que carecían los discípulos en aquellos tiempos.

La contestación de Jesús revela el carácter espiritual de su acción, pero no es una explicación que satisface a Pedro, y por lo tanto éste le dice: "¡Nunca jamás tú me lavarás a mí los pies!" A esto contestó Jesús: "Si no te lavo, no tienes parte conmigo." Nosotros comprendemos bien que Cristo hablaba del lavamiento espiritual tan necesario para escapar de la ruina del pecado. Sólo por medio de la obra de Cristo, efectuada en beneficio de nosotros, podemos ser idóneos para entrar en el banquete de paz al cual nos ha convidado.

Si no he sido limpiado por la sangre de Cristo y si no tengo conocimiento del poder eficaz del lavamiento del agua, no tengo parte con Él. Él murió para efectuar mi limpiamiento; Él vive para guardarme limpio. A menos que sea lavado en su sangre primero, no puede haber un lazo de unión entre Él y yo; y a menos que Él me mantenga limpio, por el lavamiento del agua, no tendré parte con Él. Tan luego como Pedro comprendió el significado del simbolismo exclamó diciendo: "Señor, no solamente mis pies sino también mis manos y mi cabeza." Hay muchos cristianos ahora que, como él, han sido lavados en la sangre de redención, gozando de una experiencia viva de haber sido perdonados y justificados. Pero después, cuando sienten que sus conciencias se han contaminado con el contacto del mundo, piensan que les es necesario volver a ser lavados en esa sangre. Pero tal idea envuelve la necesidad de que Cristo sea crucificado de nuevo, haciendo que su sangre no tenga más eficacia que la de los toros y machos cabríos del Antiguo Testamento. Pero la Escritura, hablando sobre este punto, dice claramente: "Este, el Sacerdote nuestro, cuando hubo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, para siempre se sentó a la diestra de Dios" (Hebreos 10:12). Esa sangre nunca pierde su eficacia porque permanece como un testigo continuo delante de Dios, y por lo tanto, es imposible que sea usada para el lavamiento de nuevo de un alma redimida. El simbolismo del Antiguo Testamento era defectuoso en este particular, porque la falta de una eficacia eterna en la sangre derramada hacia necesaria la repetición de los holocaustos en el servicio diario del templo. Pero la perfección absoluta del sacrificio de Cristo excluye inmediatamente esta necesidad.

Entonces, alguien dirá: ¿cómo se efectúa la expiación de las faltas diarias que cometemos? Precisamente a esto llegamos en el simbolismo del lavamiento con agua que tipifica, no la Sangre de Cristo, sino la Palabra de Dios. Vamos a ver si no es esta la enseñanza de la Escritura. Leemos en 1 Pedro 1: 22, "habiendo purificado vuestras almas en virtud de vuestra obediencia de la verdad por el Espíritu." No dudo de que como el agua sirve para la purificación del cuerpo, la aplicación de la Palabra de Dios, por medio del Espíritu Santo, sirva para reconvenimos del pecado y volvemos al camino de la obediencia.

Así también se puede interpretar la contestación con que Jesús revela a Pedro su error. "Él que está lavado (o bañado) no tiene necesidad de lavarse (o rociarse) más que los pies sino que está del todo limpio; y vosotros estáis limpios, mas no todos. Porque sabía quién le había de entregar, y por esto dijo: no estáis todos limpios" (versos 10, 11).

Como hemos indicado arriba, nuestro Señor usa dos palabras distintas que traducimos lavar. La primera palabra (louein) significa el lavamiento en el baño en que todo el cuerpo se lava. Era la costumbre universal en el oriente usar el baño al levantarse en la mañana. Más tarde, al volver de la calle, y especialmente al recostarse para la comida de la tarde, se lavaron (niptein) los pies para gozar de la frescura del agua y para remover el polvo que había penetrado entre las correas de las sandalias.

Ahora el agua como símbolo, en este caso y en una multitud de otros en la Escritura, tipifica la purificación por medio de la Palabra de Dios, la cual el Espíritu hace eficaz. Leemos: "Él que ha nacido de agua y del Espíritu" (Juan 3:5). Él cambio profundo y radical verificado en el corazón que llamamos la regeneración afecta inmediatamente todos los pensamientos y todas las acciones. Es el resultado de la obra de Cristo sobre la cruz por la cual somos reconciliados con Dios. Cuando el individuo ha aceptado esta obra como válida en su propio caso, en otras palabras, cuando cree en Jesucristo para la salvación, "está del todo limpio," porque la sangre de Jesucristo ha sido eficaz en el deshacimiento de todos sus pecados. Por esto decimos: "limpios y emblanquecidos en la sangre de Jesucristo." El alma está limpia como lo es el cuerpo del que sale del baño. No queda ningún vestigio de la mancha del pecado. Empero como tenemos que seguir caminando por un mundo que contamina, el que está bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies.

¿Cuál es el significado del lavamiento de los pies? Como andamos con los pies, simbolizan nuestro andar, nuestra conducta diaria. Ocupándonos de la vida diaria, nos contaminamos con el roce del mundo. Este estado no conviene a los que son de la familia de Dios, y es necesario proporcionar un medio de purificación continua para nuestra conducta. El amor divino previó esa necesidad y nos lava los pies. El instrumento es el agua de la palabra, como hemos visto. La conversión del alma es una obra que no se repite. Cuando el Espíritu Santo nos ha hecho comprender el plan de la salvación y nos ha movido a aceptarlo, la obra queda completa, y es tan imposible repetir ese proceso espiritual por el cual hemos pasado como lo sería que la sangre de Jesucristo fuera derramada de nuevo después de su muerte sobre la cruz. No puedo ser regenerado dos veces. "Una sola vez" es la expresión bíblica que representa el carácter final y perfecto de la obra de Cristo, y por lo tanto, de la obra de nuestra redención. Sin embargo, el cristiano puede caer de nuevo en el pecado como el que viene del baño puede ensuciarse los pies, y ese pecado es suficiente para interrumpir la comunión con Dios. Entonces necesito el tierno amor de Cristo para efectuar mi restauración. Entonces Él se acerca con la jarra y el lebrillo y condesciende a lavarme los pies. ¿Con qué me lava? Siempre con la Palabra de Dios. El modo de su aplicación no es siempre el mismo. La Palabra puede penetrar en la conciencia cuando estamos a solas en los momentos en que el Espíritu nos redarguye de pecado hablándonos desde la página abierta de la santa Escritura. En otras ocasiones sentimos el refrigerio y consolación de la Palabra encerrada en el servicio del culto público o procediendo de la boca del fiel predicador del evangelio. Cuando nos sentimos conmovidos y purificados, si buscamos el instrumento de nuestra restauración, lo encontraremos siempre en alguna verdad que se nos ha presentado con nueva fuerza y que nos habla con toda la autoridad de Cristo. Es su modo de ministrar a nuestras necesidades. Muchas veces no examinamos con cuidado la verdadera causa de nuestro refrigerio, y la vasija nos llama más la atención que el agua cristalina que ella contiene, empero detrás del predicador, o del culto, o de la misma página sagrada está el bendito Salvador que nos consuela y purifica. Él es el buen Pastor que cuida de cada una de sus ovejas, y sabe dar la Palabra que hará rebosar nuestra copa y que nos conducirá junto a aguas de reposo.

Si alguien pregunta tocante a esta interpretación del acto de lavamiento registrado en este capítulo, si se relaciona con la obra de Cristo como sacerdote o como abogado, ¿cómo responderemos? Hay una diferencia importante entre una y otra obra. Los dos oficios tienen que ver con su intercesión por nosotros. Cristo intercede como sacerdote por nosotros para que no caigamos en el pecado. Intercede también por nosotros cuando hayamos caído en el pecado pidiendo nuestra restauración. Vemos, pues, que obra como nuestro abogado cuando procura nuestra restauración, porque su grande amor no descansa hasta que haya removido toda causa de separación y establecido de nuevo la más íntima comunión entre Él y los suyos. A los que Ud. ama procura tener a su lado, y su grande cariño se huelga más y más cada vez que haya oportunidad para prestarles algún servicio. El amor se deleita en servir, y es sólo el egoísmo que insiste en ser servido. El amor que procura servir a otros goza del refresco que su servicio produce. "Él que riega será él mismo regado."

Vamos a estudiar un momento estos dos oficios de Cristo, su sacerdocio y su abogacía, pues nos conviene saber bien las diferencias que hay entre ellos. En su obra de intercesión como nuestro sacerdote, Cristo nos presenta continuamente delante de Dios. Estamos sostenidos allí por la fuerza de su brazo extendido y por el amor inmenso de su corazón, obrando a favor nuestro toda la eficacia de su sufrimiento vicario sobre la cruz antes de haber entrado en su oficio de sacerdote. (Cristo no era sacerdote en la tierra sino que lo es en el cielo). Juan en su epístola (1 Juan 2:1) nos da el significado del oficio de Cristo como Abogado. Esta palabra es "Paracleto", la misma que se usa al hablar del Espíritu Santo en los capítulos catorce, quince y dieciséis de Juan, donde se traduce el Consolador. El cristiano, pues, tiene dos Consoladores, uno en el cielo, que es: el Señor Jesucristo, y el otro en la tierra, que es el Espíritu Santo. El primero está siempre de pie delante de Dios como nuestro Abogado. El otro, el Espíritu Santo mora en nuestro corazón desde el momento en que creemos en Jesucristo como el Salvador. El Señor en el cielo nunca cesa de amar al creyente; el Espíritu Santo nunca abandona su morada en el corazón. Si mi pensamiento reposa sobre el Señor en el cielo o si procura contemplar la obra del Espíritu en la tierra, encuentra que los dos se ocupan continuamente en servir a los que son los objetos de su grande amor.

Juan nos dice en su primera epístola: "Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; mas si alguno pecare, abogado tenemos con el Padre, a saber, Jesucristo el Justo." Antes había escrito: "La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado." Entendemos por esta última declaración que la eficacia de esa sangre derramada permanece inmutable, y nos justificó una vez para siempre delante de Dios. Su presencia allí es la garantía eterna de nuestra relación como redimidos delante del Padre. "Empero si decimos que no tenemos pecado, a nosotros mismos nos engañamos, y la verdad no está en nosotros" (1 Juan 1:8). Lo que nos limpia diariamente es el agua de purificación que el Espíritu aplica en la forma de la palabra, y nos restaura a la comunión personal con Dios. Si digo que estoy libre de pecados, no miento, porque Cristo los ha quitado y deshecho, mas si digo que no tengo pecado, (hablando de la naturaleza mía) la verdad no está en mí, porque soy todavía hijo de Adán y propenso a pecar cada momento. Sí obra esa naturaleza perversa en mí y si cometo pecados, Dios lo sabe, y mi conciencia lo sabe también. ¿Cómo puedo ser restaurado a la comunión con Él? "Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1: 9). Es posible, pues, que el cristiano caiga en el pecado a cualquier momento y que rompa su comunión preciosa con el Padre. ¿De qué manera puede escapar de este mal en que haya caído? ¿Cómo puede volver a Dios? Si comienza a lamentar de su estado diciendo, "soy hombre perdido", etc., insulta a Dios, porque niega la eficacia de esa obra que se había efectuado una sola vez para siempre a su favor, y aumenta más y más su perplejidad y sufrimiento. Él no es un pecador perdido sino un hijo desobediente. Para que sea restaurado, es necesario que venga a Dios como a un Padre ofendido que todavía le ama y busca. Tiene que sentir que ha pecado contra el amor de Dios y no contra su justicia. El creyente que ha sido aceptado y justificado y que vuelve a pecar tiene que reconocer los pecados particulares que han causado su separación del Padre, y en el momento en que los confiese y los renuncie, recibe una nueva experiencia del perdón del Padre.

Vemos pues que hay una diferencia entre el mero acto de pedir perdón y el de confesar los pecados. Podrán salir de los labios peticiones muy elocuentes impetrando el perdón de Dios que al fin no suben más arriba del techo y se desvanecen como el vapor. La confesión resulta de una verdadera reacción del espíritu y se hace al Padre. "Él que dice que no tiene pecado" está lejos de la verdad. Existen algunos que declaran que por la ayuda del Espíritu Santo viven sin pecado. Ojalá que éstos pongan mucha atención en esta palabra de la Escritura a ver si no se han equivocado en sus conclusiones. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a Él mentiroso" (1 Juan 1:10). Pablo dice: "Todos han pecado" (Romanos 3:23). Pero hay una provisión perfecta para el hijo desobediente. "Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad." Él es fiel y justo en el cumplimiento de su pacto con Cristo quien murió por estos mismos pecados. Él que con humildad se acerca a Dios diciendo: "Confesaré contra mí mi transgresión a Jehová" tendrá el grato consuelo de poder decir, como dijo el salmista: "perdonaste la iniquidad de mí pecado" (Salmo 32:5).

Pero vamos un paso más adelante, y digamos que no debemos pecar y que no hay ninguna excusa para el pecado. No es la existencia de la carne la que despierta la conciencia en nuestra contra. Es la indulgencia de los deseos de la carne la que provoca la conciencia. "Él que dice que mora en Él, debe él mismo andar también así como Él anduvo" (1 Juan 2:6). La vida del cristiano está en Cristo, y su poder para vivir está en el Espíritu Santo. Pablo dice: "Todo lo puedo en Aquel que me fortalece" (Filipenses 4:13). Si yo pecare, el bendito Abogado intercede por mí para que sea restaurado. Comienza en el acto la obra de mi levantamiento, como hemos de ver más tarde en el caso de la caída de Pedro. Como el resultado de su abogacía, el Espíritu Santo impone el sentimiento del pecado sobre la conciencia y se rompe la comunión con Dios. El corazón se aflige bajo el peso de esa separación hasta que confiesa el pecado, y halla el alivio en la purificación que sigue la aplicación de la palabra. De esta manera se restaura la comunión con Él.

Antes de que Pedro hubiese pecado, Jesús había orado por él y cuando Pedro pecó, negando a su Maestro, el Señor "se volvió y fijó la mirada en él." La causa eficiente en la restauración de Pedro era la oración de su Señor, pero el medio directo para su convicción y arrepentimiento y para su restauración después era la mirada que le alcanzó en el pretorio de Pilato.

El lavamiento de nuestros pies es el servicio que Cristo nos presta diariamente si somos negligentes. Recordemos aquí que no hay ninguna excusa y ninguna necesidad para la negligencia. Nos ensuciamos los pies, y ya no estamos en una condición espiritual para entrar en la presencia de Dios. Entonces Cristo nos limpia por medio de la palabra, y nuestra comunión con Dios el Padre se establece de nuevo.

Habiendo tomado sus vestidos otra vez, el Señor exhortó a sus discípulos que después se lavasen los pies los unos a los otros en imitación de su ejemplo. En otras palabras, que debemos estar listos para ayudarnos mutuamente en la obra de la restauración espiritual. No cumplimos con este deber cuando simplemente acusamos a otro de sus faltas. Si hemos de "lavarle los pies," hablando figuradamente, es necesario ejercer mucha humildad. "Si sabéis estas cosas, bienaventurados sois si las hacéis" (verso 17). Creo que la causa de mucho descontento entre los cristianos se debe a la falta de obediencia a este mandamiento espiritual. Si estuviéramos más listos para desmanchar la conciencia de algún hermano que está en error, obrando siempre con un espíritu de mansedumbre, gozaríamos de muchos placeres nuevos y benditos. Es nuestro deber sin duda lavarnos los pies los unos a los otros, aplicando la Palabra con espíritu de hermandad a la conciencia del que está desviado del camino y fuera de la comunión íntima con el Padre. ¡Ah! pero es muy preciso que tengamos la humildad de Cristo, como Él la manifestó en esta escena conmovedora que acabamos de estudiar.

Después de comenzar este estudio de la vida de Pedro he notado más que nunca cómo los incidentes en que él tomó alguna parte ocupan una gran porción de los evangelios, y también cómo la instrucción más profunda y más preciosa del Maestro se relaciona con incidentes en que figuraba este apóstol. Sus equivocaciones, sus preguntas, sus declaraciones y sus actos impulsivos, todo deben ser estudiados con mucha atención, porque las respuestas del Señor están repletas de lecciones benditas e instructivas para todos nosotros.

Como estas preguntas se encuentran esparcidas en todos los cuatro evangelios y sin orden particular, dedicaremos un capitulo entero a su estudio.