Simón Pedro

Simón Pedro

W. T. P. Wolston

1892

Librado de la Cárcel

Hechos 12

No duró mucho tiempo la época de tranquilidad que la Iglesia gozaba. Un año, más o menos, después de los acontecimientos de que acabamos de estudiar, se encendió de nuevo el fuego de la persecución contra los cristianos. Sufriendo a causa de una gran carestía, los pobres de Judea fueron alimentados por la benevolencia de los de afuera, quienes enviaron sus donativos por manos de Saulo y Bernabé. Esta necesidad material trajo a estos dos hermanos a Jerusalén en otra época crítica para la causa.

Leemos que "en ese tiempo Herodes, el rey, extendió la mano para maltratar a algunos de la Iglesia." Este Herodes era el nieto de Herodes el Grande, autor de la matanza de los inocentes de Belén, y el padre de Herodes Agripa, ante quien Pablo fue presentado más tarde. Su nombre en la historia es Herodes Agripa I. Su mayor esfuerzo consistía en moverse como veleta en obediencia a las opiniones de sus amigos. A más de su espíritu vanidoso, tenía el capricho de observar cuidadosamente todas las costumbres religiosas de los judíos, y así ganó la popularidad entre sus súbditos. Para captarse más la buena opinión de ellos, comenzó la persecución contra los cristianos. La primera víctima de su vanidad fue el apóstol Santiago, pues Herodes le mandó prender y degollar sin ninguna consideración. El mártir era el hermano de Juan, uno del trío que acompañó a Cristo en varias ocasiones, como por ejemplo cuando resucitó a la hija de Jairo, en el monte de la transfiguración y durante la agonía en el Getsemaní. Había recibido el sobrenombre, juntamente con su hermano Juan, de "Boanerges," es decir, "hijo del trueno." De estos hechos sabemos que era uno de los más activos de los apóstoles, aunque la historia que tenemos no nos da ningunos detalles de sus obras. Es probable que fuera escogido por Herodes a causa de la energía con que participaba en la nueva propaganda.

Nos acordamos también en esta conexión que en cierta ocasión la madre de éste se presentó delante del Señor Jesús, rogando que a sus dos hijos les fuesen concedidos lugares de preferencia en el nuevo reino, uno a su diestra y el otro a su siniestra. Volviendo a ellos, el Señor les respondió diciendo: "¿Podéis beber de la copa que yo voy a beber y ser bautizados del bautismo de que yo soy bautizado? Contestaron que sí (Marcos 10:38, 39). El momento llegó en que uno de ellos había de beber de la copa amarga del martirio. Si el otro bebió de ella, fue muchos años después. Es probable que Juan fuera el último de los apóstoles que murió, y no sabemos nada de la manera de su muerte, pero su hermano fue el primero. Su carrera fue muy corta, tal vez unos doce años después de la crucifixión de su Señor.

Nada se nos ha dicho de sus últimas horas, pero de la súplica de su madre y de la respuesta del Señor, podemos inferir que no estuvo solo en esa terrible crisis, sino que la misma gracia que había sostenido a Esteban hizo que Santiago también saliese "más que conquistador" en vista del reino celestial que le abrió sus puertas para dejarle pasar a la diestra de su Maestro amado. Viendo que su muerte había agradado a los príncipes de los judíos, Herodes echó mano de Pedro también, pensando que después de pasar la Pascua haría un auto de fe público a fin de aumentar más su propia popularidad.

Hay muchos en el mundo de hoy que procuran hacer el mismo papel de Herodes. Hay muchos que han sacrificado todo lo mejor simplemente con el fin de alcanzar la estimación momentánea de los hombres. No crea Ud. que juzgo ásperamente a Herodes. Simplemente quiero advertir que se opuso a Dios. No lo imite Ud. Extendió la mano y prendió a Pedro para llamar la atención sobre sí mismo, creyendo que convenía hacer que desapareciera el hombre que había tenido el mayor éxito en la excitación del pueblo. Pensaba que había obrado con gran acierto al prender a Pedro, y mandó que fuese guardado por cuatro guardias de soldados - ¡diez y seis soldados para cuidar a un solo hombre! - temiendo ¡quién sabe qué! Pedro había estado en la cárcel antes, y nadie sabía de qué manera había escapado (Hechos 5), mas él no lo ignoraba, y cuando llegó la última noche de su prisión, se puso a dormir con la misma tranquilidad de antes, sabiendo que si Dios le quería salvar, no le faltaría modo. Es bueno saber que la vida le pertenece a Dios, y es una cosa terrible llegar a las puertas de la muerte sin haberle conocido. Pedro le había conocido de manera que su sueño era tranquilo, mientras que Herodes, acordándose de lo que había pasado con su prisionero en otra ocasión, procuró asegurar su prisión poniendo diez y seis soldados de guardia para que pudieran relevarse por vigilias cortas. Uno de ellos fue estacionado en la puerta del calabozo por el lado de afuera y otro por el lado interior, mientras que los otros dos tuvieron al preso atado a ellos por medio de cadenas. Estas precauciones especiales no tuvieron otro objeto que hacer absolutamente imposible su escape. Pero Herodes no tomó en cuenta que Dios no obra siempre por medios comunes. ¿De qué servirán los cerrojos, cadenas, barras y centinelas cuando Dios ha decidido intervenir? Veremos. "Así que Pedro estaba guardado en la cárcel; mas la Iglesia hacía sin cesar oración continua a Dios por él" (vers. 5). No perdieron tiempo pidiendo clemencia de Herodes sino que acudieron a la única fuente de poder y consuelo en ese momento crítico. Dios se ha ofrecido como el amparo seguro de los suyos. No siempre libra de la muerte, como hemos visto ya, pero como la obra es de Dios y no de los hombres, y como tuvieron la promesa de ayuda y el mandato de pedirla siempre en todo trance, no les pareció imposible mover aquella mano que sostiene el universo, pues para ellos no había nada demasiado difícil para Dios. Cuando el Señor estuvo en la tierra les había dado esta promesa: “Si dos de vosotros convinieren sobre la tierra con respecto a cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos, porque donde dos o tres se hallan reunidos en mi nombre allí estoy en medio de ellos" (Mat. 18:19, 20). Poniendo en práctica esta promesa de su Maestro, la asamblea rogaba sin cesar por Pedro, y muchos se habían congregado en un lugar con este objeto, permaneciendo juntos hasta que Pedro vino a ellos.

No sabemos la forma en que presentaron sus súplicas ni nos dice el historiador si tenían alguna esperanza de éxito. Más como no les faltó la confianza en Dios, éste les contestó según sus deseos, más esperó hasta el último momento cuando Herodes había fijado el día para su ejecución. Así proponen los hombres en su maldad, y así dispone la mano poderosa de Dios frustrar los designios malignos de sus enemigos.

¿Qué sabemos de Pedro y de los ejercicios espirituales que ocuparon su mente al pasar los días incomunicado en su celda, esperando el momento en que Herodes mandara a sus verdugos para degollarle? No tenemos ninguna noticia sobre esas cosas, pero sabemos simplemente que en la última noche de su prisión quitóse las sandalias y el cinturón, hizo cama de su manto y se echó a dormir en el suelo con toda la tranquilidad que da una confianza segura en Dios y en la conciencia íntima de que no había faltado en su deber de dar testimonio a la verdad en toda ocasión. Mil veces más dulce era su sueño que el del tirano Herodes, aunque éste ocupaba un lecho lujoso en medio de todos los esplendores de un magnífico palacio, mientras que aquél sentía la dura presión del fierro que oprimía sus carnes y la fetidez del lúgubre calabozo que le separaba de la compañía de sus hermanos. Es mucho mejor ser el siervo de Dios en una cárcel que el siervo de Satanás en un palacio. Lector mío, permítame Ud. preguntarle: ¿es Ud. siervo de alguno? ¿de quién? Es mejor contestar la pregunta con franqueza: ¿no es mejor sujetarse a la prisión y al martirio, como nuestro amado Pedro, que gozar de la libertad en cuanto al cuerpo y al mismo tiempo ser el esclavo de Satanás, amarrado por las cadenas del pecado, cuyos eslabones son la codicia, la pasión, la envidia y otros muchos impulsos malignos que envuelven el alma en sus redes de malicia y le constituyen un lazo de mundanalidad, del cual es imposible escapar y que al fin la entregan al juicio de Dios?

Mas la oración de fe, brotando de humildes corazones, ha movido la mano del Altísimo, y en el momento en que llega la necesidad más apremiante, Dios obra eficazmente. No hubo centinela que gritara el "quién vive" cuando pasó el ángel del Señor por las puertas y se inclinó sobre el apóstol dormido. "Una luz iluminaba el lugar." Dios no obra a obscuras, porque "en El no hay tinieblas algunas" en su naturaleza. Es evidente que los soldados habían dormido, porque no pudieron dar ninguna cuenta de lo que había sucedido. El mandato de "levántate prestamente" fue para el oído de Pedro solamente, pues se despertó inmediatamente, y el ángel le ayudó a ponerse en pie. Al cumplir con estas direcciones, las cadenas se le cayeron de las manos. No hubo necesidad de llaves o de instrumento alguno para quitárselas. Cuando Dios rompe las prisiones de un hombre no se oye ningún ruido, y aun el crujido de las cadenas que caen al suelo no despiertan a los centinelas insensibles.

"Cíñete y calza tus sandalias" es el mandato que sigue. No hay ninguna señal de prisa, y todo se hace con orden. Pedro oye y obedece poniéndose al fin su capa, y sale en pos de su visitante celestial creyendo que todo era una visión, "y no sabía que era realidad lo que había hecho el ángel." "Pasaron la primera y la segunda guardia sin interrupción, y llegaron al fin a la puerta de fierro que conducía a la ciudad, la cual se les abrió de suyo; y saliendo ellos, pasaron adelante por una calle; y al punto el ángel se apartó de él." (vers. 10). Una vez en la calle familiar, no había más necesidad de guía o protección, y por segunda vez el mensajero de Dios puso al apóstol en libertad, dejándole libre para seguir su camino y reflexionar sobre las providencias divinas.

Es fácil concebir con qué azoramiento y confusión Pedro "volvía en sí," y comprendía que no soñaba sino que estaba libre en verdad. Todos sabemos por la experiencia la dificultad con que uno llega a darse cuenta de sí al ser despertado de un sueño profundo. Pedro estaba en esa condición. Se había acostado esperando despertar una vez más para ir a su muerte; pero esta experiencia de abrir los ojos, ver a un ángel, obedecer sus órdenes de levantarse, vestirse y salir libre de la cárcel, y luego encontrarse solo y libre en una calle familiar, le produjo bastante confusión de mente al principio. Más no tardó mucho en comprender la situación en que se encontraba. Leemos que Pedro, volviendo en sí, dijo: "Ahora sé verdaderamente que Dios ha enviado su ángel y me ha librado de la mano de Herodes y de toda la expectación del pueblo de los judíos" (vers. 11). Para él, su primer instinto fue dar todo el crédito a Dios y reconocer el caso como la interposición de su mano protectora. Inmediatamente se dirigió a la casa de María, madre de Juan, que tenía por sobrenombre Marcos, donde muchos estaban reunidos y estaban orando. Era prueba de la vehemencia de sus deseos el que hubiesen seguido en oración hasta esa hora avanzada de la noche en que apareció Pedro en la puerta.

Llegado que hubo al postigo de la puerta o zaguán del patio, llamó en seguida y respondió luego a la voz de Rode, la portera, al preguntar quién era. Esta, reconociendo la voz de Pedro, más confusa en su gozo, no le abrió la puerta sino que corriendo adentro avisó a los demás que Pedro estaba afuera tocando la puerta. Como muchas veces sucede, el fervor de sus oraciones no fue acompañado de una fe práctica. Respondieron a la muchacha diciéndole: "Estás loca." ¡Curiosa exclamación cuando llega a estos suplicantes la noticia de que sus oraciones habían sido contestadas! Y al fin cuando ella afirmaba confiadamente que no se había equivocado en la voz que le había contestado, concluyeron que Pedro había sido matado en la cárcel y que su "ángel" les visitaba, y no se atrevieron a ir a abrir la puerta (Mat. 18: 10).

Empero Pedro siguió llamando, dando otro testimonio palpable de que Rode tenía razón, y al fin, calmándose un poco y venciendo su incredulidad y su temor, se dirigieron al zaguán y abrieron la puerta. Al verle allí, en persona, en cuerpo presente, se asombraron en gran manera. Si no fuera que hemos tenido semejantes experiencias, nos admiraríamos de la falta de fe de los condiscípulos de Pedro. Parece extraño que un grupo de creyentes, confiados en que Dios los oiría, se pusieran a. pedirle una cosa con todo el ardor de sus corazones, mas cuando Dios les concedió su petición, quedaron asombrados. ¡Ah! nuestra fe es también tan débil que muchas veces cuando la bondad de Dios nos concede lo que le pedimos, quedamos llenos de admiración. Si fuéramos más sencillos en nuestras peticiones y si anduviéramos con más rectitud de ánimo delante de Él, nuestra sorpresa vendría sólo cuando la contestación se dilatase en manifestarse.

A pesar de este asombro y falta de fe en los miembros de esta reunión de madrugada, que prueba cierto defecto en su fe, Dios les había contestado y dado su petición. Que Dios haga más de lo que pensamos, no debe causarnos admiración. Dios halla gran placer en responder al clamor de su pueblo, y si es cierto que "sin fe es imposible agradarle a Él," es también cierto que la fe más débil, que sea como la confianza sencilla de un niño, no deja de recibir su galardón. El primer efecto de la aparición de Pedro entre los allí congregados, fue una confusión de voces y preguntas. Sin duda, lo que todos deseaban saber era la forma de su liberación; más Pedro, "haciéndoles señas con la mano para que callasen, les refirió cómo el Señor le había sacado de la cárcel. Y dijo: "Haced saber esto a Santiago y a los hermanos. Y partiendo se fue a otro lugar." (vers. 17). El peligro para su persona, si permanecía en la ciudad, era patente a todos, y Pedro no dejó de obrar con toda prudencia retirándose de la ciudad de una manera secreta, para no incriminar a otros y para librarse de la tempestad que había de seguir.

Al amanecer el día siguiente, "hubo no poca conmoción entre los soldados sobre qué se había hecho de Pedro." Dios le tenía bajo su amparo, de manera que todas las pesquisas de Herodes eran en vano. Decepcionado de su plan sangriento de hacer un espectáculo de la muerte de Pedro, descargó su ira sobre los guardianes de la cárcel, mandándolos matar. No mucho después se fue a Cesárea donde murió bajo el juicio de Dios, el cual tomó la forma de una enfermedad muy asquerosa. Es la suerte de los hombres morir y ser devorados por gusanos, pero Herodes "fue comido de gusanos y espiró." Así testifica el Espíritu Santo, y luego, como si quisiera poner en contraste el carácter efímero de toda grandeza humana y la suerte de este hombre malvado con el avance del evangelio, agrega: "empero la palabra del Señor crecía y se iba propagando" (vers. 23, 24). Esta, pues, es la lección que ilumina este incidente en que se ven los enredos de los planes humanos y la intervención divina, y en que aprendemos a poner toda confianza en la eficacia de la oración. Nos sentimos animados a ponernos delante de Dios en actitud de espera, uniendo los ánimos en una sola petición y permaneciendo constantes en nuestras súplicas. No puede haber un caso más difícil que el de Pedro en la cárcel. Más Dios no agotó su poder en obrar su liberación. ¿Ha cambiado Dios en su actitud hacia los suyos? Ni un ápice. Lo que nos falta es la fe con que presentar nuestras súplicas, más importunidad en rogarle y seguirle rogando. "Señor, enséñanos a orar" era la súplica de los discípulos; ¡que sea la nuestra también!

Hallamos en la conclusión de este capítulo interesante la nota siguiente: "Y Bernabé y Saulo volvieron de Jerusalén cuando hubieron cumplido el ministerio que se les había encomendado, llevando consigo a Juan, cuyo sobrenombre era Marcos" (Vers. 25). De aquí llegamos a la conclusión de que Saulo estaba en Jerusalén durante el tiempo de la prisión de Pedro y de su escapatoria bajo la mano de Dios. Si así fue, podemos comprender con qué gozo su corazón generoso se llenaría al saber que su amado colaborador Simón Pedro estaba otra vez en libertad para continuar su magnífica obra de apóstol. No hay en ninguna parte de la historia apostólica una sola indicación de que la preeminencia de Pedro causara celos o envidia en el ánimo de Pablo. Desde este punto el historiador sigue las manifestaciones del Espíritu que acompañaron el ministerio de Pablo, y Pedro deja de jugar la parte importante en el desarrollo de la obra, apareciendo sólo por un intervalo breve en el capítulo 15, en que se registran los acuerdos del Concilio apostólico, de que trataremos en una sección aparte.