Simón Pedro

Simón Pedro

W. T. P. Wolston

1892

Participando de la Naturaleza Divina

2a de Pedro 1.

La solicitud especial que inspira al apóstol a que escriba una segunda carta a los creyentes de la nación hebrea, dándoles instrucciones en cuanto a su conducta entre los de afuera y amonestándolos contra males inminentes, es una buena prueba de que él no contaba con una continuación del orden apostólico. El tema general de la epístola, como también todas las referencias particulares excluye tal interpretación. Aun más, en el capítulo segundo, al hablar del estado terrible en que va a caer toda la raza humana, no contempla otro futuro que él de un juicio divino que es muy inmediato.

La segunda epístola tiene muchos pasajes parecidos a los de la epístola de Judas. La diferencia principal es que éste habla de la corrupción que se ha metido en la Iglesia, mientras que Pedro habla de la corrupción que está en el mundo. Cuando la mundanalidad se mete en la Iglesia se llama apostasía.

El interés que el apóstol manifiesta en preparar un mensaje que servirá de guía para los creyentes fieles, por esta segunda carta, es una indicación de que al despedirse de ellos, les deja sin autoridad apostólica y sin otra dirección que la del Espíritu de Dios, hablándoles por medio de esta palabra. Les presenta todo el asunto de la revelación que Dios ha hecho de Si mismo al mundo de una manera que concuerda bien con el carácter majestuoso de Dios.

(Verso 1) "Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los que juntamente con nosotros han recibido igualmente preciosa fe en virtud de la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo." En la salutación, que es también la firma del autor, se da el título de "siervo y apóstol," y se dirige a los mismos creyentes enumerados en la primera epístola, pero indicando una ampliación de sus simpatías en que incluye ahora a "todos (y no dice hebreos) los que habéis alcanzado fe igualmente preciosa con nosotros."

Parece que el apóstol tiene un gusto especial en usar la palabra "preciosa." Ha hablado de "la sangre preciosa," de la "Piedra preciosa," y aquí es la fe que es "preciosa." Esa fe se obtiene "por medio de la justicia de nuestro Dios y Salvador." Si Ud. y yo tenemos razón para creer en el Evangelio, es porque Dios ha dado pruebas de su fidelidad, primeramente como Jehová, el Dios de los israelitas, y después, como el Salvador que se humanó para andar en medio de los hombres. Dios ha sido justo y fiel, y en consecuencia, a pesar del pecado de la nación, es posible que el individuo se regocije en la confianza que tiene en la obra del Señor Jesucristo, el Hijo bendito del Padre.

(Verso 2) "Gracia y paz os sean multiplicadas, en el conocimiento de Dios y de Jesús, nuestro Señor." Esta salutación es la que ordinariamente se usaba entre los hermanos de aquel tiempo. La gracia de Dios es un término que expresa el favor actual de Dios; la paz indica la relación que acompaña la aceptación del alma y la ausencia de toda acusación. La salutación es un ruego a Dios que estas bendiciones sean continuas y aumentadas. El alma de cada uno de nosotros puede entrar en esta relación armoniosa con Dios, sintiéndose en paz con Él y regocijándose de su favor y complacencia. Esta condición no se cambia, pero Pedro desea que sus lectores comprendan más y más la bendición que Dios nos ofrece. Es muy digno de notarse que no se habla de la misericordia de Dios sino cuando se trata de las relaciones de Dios para con individuos. La gracia y paz son privilegios dados a los individuos y también a la congregación, pero la misericordia de Dios es la ayuda que Él presta a los que luchan en medio de las tempestades de la vida. Ahora las promesas a la Iglesia se han dado siempre en vista de su relación con Cristo, en la cual la misericordia de Dios se había manifestado antes, alcanzada por la obra completa del Señor Jesucristo.

En la salutación dirigida a Filemón no se habla de la misericordia porque la epístola no es para él solamente sino para "la iglesia que está en su casa," de manera que lo que parece a primera vista una excepción a esta regla, es una comprobación de ella.

¿Cómo han de ser multiplicadas la gracia y la paz? "Por el conocimiento de Dios." El aumento de estas gracias se percibe a medida que crezcamos en el conocimiento de la voluntad de Dios y prestemos obediencia a ella. Andando diariamente en contacto íntimo con el Señor Jesús se debe sentir más la paz que su aprobación produce en el alma. No es cosa fácil andar en la gracia, porque el alma se encuentra entre dos fuerzas contrarias, la tentación por un lado, de descuidarse demasiado, y por el otro de fiarse del rigor de cierto legalismo. La exhortación del apóstol es muy oportuna porque sabe que sus lectores van a pasar por varias pruebas difíciles.

(Versos 3, 4) "Así como su divino poder nos ha dado todas las cosas pertenecientes a la vida y la piedad, por medio del conocimiento de Aquel que nos ha llamado a su propia gloria y poder: a causa de los cuales también nos han sido dadas sus preciosas y muy grandes promesas: para que por medio de éstas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que está en el mundo a causa de la concupiscencia." Aquí el apóstol desarrolla, con suma hermosura, el proceso por medio del cual conseguimos primero el poder divino (verso 3) y después la naturaleza divina (verso 4). En el primer caso somos los objetos de la operación del poder de Dios que nos comunica, y nos capacita para recibir, todas las cosas que afectan nuestra vida y piedad. La vida eterna no es simplemente una vida sin fin, sino una vida que goza de Dios y que puede permanecer en su presencia porque posee una semejanza moral a la de Él. La vida que Él nos da, y que emana de Él, no se ocupa nunca de otra cosa sino de Él, y la piedad viene a ser el reflejo de Dios en el corazón.

"Por el conocimiento de Aquel que nos ha llamado por su propia gloria y poder." Aquí se habla del conocimiento más íntimo del Bendito Salvador que nos hace comprender más exactamente el carácter de nuestra alta vocación. No dejamos de tener presentes todos los dones y bendiciones que recibimos de Dios, pero no es tan fácil recordar cuál ha sido el gran objeto de nuestro llamamiento. ¿A qué nos ha llamado Dios? A su propia gloria. Con esta verdad el apóstol abrió su primera epístola, y aquí vuelve a dar énfasis a la misma idea, porque el estar en el cielo en el goce de nuestra herencia eterna es estar en la gloria.

Vamos a notar el contraste entre la condición del cristiano llamado a participar de estas bendiciones y el primer Adán en su estado de inocencia. La responsabilidad de Adán era obedecer a Dios y quedarse en Edén, la esfera de sus bendiciones; nosotros somos con la obligación no de quedarnos en el mundo porque la gloria es la esfera de nuestras bendiciones. Estamos en el mundo pero no somos del mundo. Somos llamados a la gloria y la gloria es la meta, y el poder es la energía Espiritual que debe caracterizarnos en la carrera.

Los que nos ven correr no pueden comprender cuál es el blanco de nuestros esfuerzos pero pueden ver la energía y la animación que acompañan nuestras acciones. No es fácil vivir enteramente aislados del mundo y rehusar participar de los deseos de la carne. Moisés se encontró en grandes dificultades cuando estaba en el palacio de Faraón, pero al fin "rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes padecer aflicción con el pueblo de Dios, que gozar de las delicias pasajeras del pecado" (Hebreos 11:24, 25). La energía Espiritual ayuda al hombre a responder con una negativa a los mil atractivos de la carne y del mundo. Cuando cedemos a estas tentaciones, es porque nos falta el poder de Dios que nos impulsa hacia el blanco de la gloria. Moisés hizo esta gran renuncia, abandonando una posición que satisfaría los más altos vuelos de la ambición humana. Dijo "no" a los encantos más seductivos del mundo y de la carne para tomar su lugar entre los esclavos despreciados de los egipcios porque eran el pueblo de Dios. No lo hizo por un capricho sino porque fue sostenido por la virtud de Dios. Moisés rehusó lo que le era natural desear, un palacio, un trono, la corona real de Egipto, y escogió lo que era contra su naturaleza y su educación escoger; identificándose con una raza de esclavos ladrilleros. Pero no vaciló en la elección, porque había llegado a saber que éstos eran el pueblo de Dios y que él pertenecía a ellos.

¡Ah! ¡Qué grande necesidad hay de un verdadero valor en rehusar los atractivos del mundo, que se nos presentan a nosotros bajo múltiples formas, y apartarnos de la gran compañía que llena el camino ancho, para entrar por la puerta estrecha y juntarnos al grupo pequeño de los fieles! En esta elección tenemos que abandonar las cosas viejas y establecidas, las costumbres que los hombres reverencian por su antigüedad, las tradiciones de nuestros padres, con todas sus fuerzas arraigadas en los afectos naturales del corazón. Los creyentes hebreos, a quienes se dirigió la carta, se habían separado de su religión, de su templo, de todas las ordenanzas y ceremonias que sus padres habían guardado por muchas generaciones, y habían seguido al Señor Jesús, "fuera del campamento." A buena hora les llega esta palabra de animación, interrumpiendo las voces de vituperio y desdén y trayéndoles el consuelo de una promesa firme e inmutable. Necesitamos también este consuelo seguro para vivificar nuestras energías y despertar nuestro valor. Es más fácil resbalar y perder terreno cuando nos sentimos desanimados que cuando estamos llenos de entusiasmo para avanzar.

Las promesas nos ligan con Cristo a fin de que seamos participantes de la naturaleza divina, "habiendo escapado de la corrupción que está en el mundo a causa de los deseos desordenados de la carne." Este cambio en nuestra naturaleza se verifica en el momento de nuestra conversión cuando nacemos de nuevo, pero el apóstol Pedro no se ocupa del proceso del cambio, sino que nos llama la atención a sus benditos frutos y nos da el cuadro de una vida tranquila en que pasamos el tiempo en la presencia de Dios, respirando la misma atmósfera y participando de los goces que son Espirituales, porque así es la naturaleza de Dios. El alma alcanza a tener una vislumbre de lo que Dios es y se capacita para gozar de Él; y andando continuamente en su presencia, goza más y más de Él. Esta es una verdad muy grande; a medida que aprendamos y apreciamos las enseñanzas del Señor Jesucristo, llegamos a ser participantes moralmente de su naturaleza divina. Si Ud. vive y anda con el Señor, éste será el resultado y escapará de la corrupción que está en el mundo a causa de la concupiscencia. Es bueno entender bien esta última palabra. La concupiscencia no es más que la voluntad natural del hombre. El hombre natural hace lo que sus deseos le dicten; el discípulo de Cristo tiene todos sus deseos puestos en cautividad a la obediencia de Cristo, y ya está libre del dominio de su propia voluntad. Aun puede estar libre de las imaginaciones vanas del corazón, porque respirando la atmósfera pura y santa de la presencia de Dios, el Espíritu le inclina a hallar todo su deleite en saber y hacer la voluntad de Dios. Esta es la libertad en que - nos encontramos; librados del estado antiguo en que hacíamos nuestro propio antojo, nos movemos por donde quiera buscando siempre la voluntad de Dios. Es pensamiento lleno de gozo indecible sentir que llegará el día en que no habrá la más pequeña sombra de diferencia entre nuestros deseos y los del Padre, cuando la última mancha del pecado haya desaparecido, porque no quedará ninguna parte de la voluntad libre del dominio de Dios. Pero Pedro nos dice que podemos tomar nuestras primeras lecciones aquí en la tierra. Tenemos en verdad la nueva naturaleza ya que de si se deleita en Dios, y como es cosa viva, tiene que crecer con el ejercicio de sus poderes. Al mismo tiempo se nos aumenta nuestra paz y se nos multiplica la gracia divina, y vamos escapando de la corrupción que está en el mundo a causa de la voluntad desordenada del hombre natural.

Tenemos la misma doctrina en las epístolas de Pablo. Él dice: "Si vivimos por el Espíritu, andemos también según el Espíritu." ¿Cómo ha de andar un hombre viviendo bajo el influjo del Espíritu? Como su Maestro Jesucristo. Todo pensamiento de Cristo se dirigía hacia el Padre. ¿Cómo serán nuestras vidas cuando todo pensamiento y todo deseo del corazón serán como un salto en la dirección de Dios? Como el cuerpo se siente renovado con la respiración de una atmósfera estimulante y se disipa el sueño y el letargo de la pereza, así nuestras almas, entrando en la presencia inmediata de Dios, sentirán nuevos estímulos y perderá los temores que rodean el corazón mientras estamos en el terreno del enemigo de nuestras almas. La exhortación de Pedro es que estas experiencias pueden ser nuestras ahora y que podemos animarnos sobre manera por el ejercicio de estas virtudes.

(Versos 5-7) "Por esto mismo, poniendo en ello todo empeño, añadid a vuestra fe el poder; y al poder la ciencia; y a la ciencia la templanza; y a la templanza la paciencia; y a la paciencia, la piedad; y a la piedad, el amor fraternal; y al amor fraternal, el amor para con todos." Esta es la interpretación práctica de lo que el apóstol estaba diciendo antes a los creyentes. Habiéndoles dado el consuelo de una promesa segura para el futuro con que les había animado a cobrar nuevo valor, les señala el camino por donde deberían andar. "Poniendo en ello todo empeño, añadid a vuestra fe el poder; y al poder, la ciencia." La primera amonestación está contra el Espíritu de pereza y da énfasis a la necesidad de trabajar con todo el empeño de una voluntad fuerte. Dios ha comenzado dándonos la fe; a ésta es nuestro deber agregar algo por el ejercicio de nuestros poderes consagrados. "La virtud" o "el poder" que se añade primero es aquella energía de la voluntad que se emplea en la elección moral entre dos cursos de acción. Se usa tanto en rehusar el mal como en escoger el bien. Moisés tuvo valor para rehusar ser llamado hijo de la hija de Faraón, y con el mismo valor escogió "padecer aflicción con el pueblo de Dios más bien que gozar de las delicias pasajeras del pecado." Es posible añadir a nuestra fe el poder. Ud. no duda de que posee la fe que le liga con Dios, y por medio de esta fe Ud. cree que le rodee un mundo de fuerzas invisibles. Añada, pues, esa virtud que le da poder a rehusar mil cosas por un lado que se nos presentan para seguir adelante y sin vacilar en el camino que conduce a la vida eterna.

El proceso Espiritual no es el de adición en el sentido de que se construye una pared agregando un ladrillo a otro. La traducción exacta debe ser "Vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, mostrad en vuestra fe virtud (poder); y en la virtud ciencia, etc."

Ud. puede decir que ha alcanzado la perfección cuando ya no le falta ninguna de estas virtudes. Una persona le puede dar una manzana para probar en la inteligencia de que Ud. es buen juez de manzanas. Ud. cata la manzana y dice: Es muy buena pero carece de dulzura-no es dulce.-Así se puede decir de un cristiano: Es buen cristiano pero no es temperante. Cada virtud practicada revela la presencia en nosotros de la naturaleza divina. Así es que el uso de la palabra añadir nos desvía del pensamiento exacto del apóstol, porque presupone la adición constante de nuevas cualidades excelentes, cuando la verdadera idea del apóstol es que todas las cualidades de nuestro Señor son esenciales en Él, y en nosotros también si somos sus discípulos, y el crecimiento en la vida cristiana consiste en el desarrollo de todas ellas constantemente con más y más perfección.

Nuestro Señor nos ha dejado en el mundo a fin de que sirvamos de muestra reflejando su propia vida perfecta. No lo podríamos hacer nunca si no fuéramos participantes de su naturaleza divina. Nacidos de Dios, incorporamos a Cristo en nuestros corazones y expresamos su naturaleza en nuestras acciones. La vida de Cristo con todas sus cualidades hermosas se exhibe en nosotros, y si es verdad que poseemos su naturaleza, no nos faltará ni una de las virtudes de Él. Hemos de ser epístolas de Cristo, conocidas y leídas de todos los hombres. En el ejercicio de nuestra fe hemos de manifestar también poder; en el ejercicio de la ciencia cristiana hemos de manifestar también la templanza, etc., no faltando ninguna de las excelencias del gran Maestro. Si esta es la interpretación del pasaje y la medida para nuestras acciones, tendremos que decir que faltamos mucho para vivir y exhibir la vida divina en nuestra conducta diaria.

Nuestros esfuerzos tienen que limitarse al ejercicio de las virtudes una por una. Pedro dice, por ejemplo, que puede haber un cristiano que tiene fe y está impulsado a manifestarla con mucha energía; pero obra con dureza y severidad al tratar con sus hermanos. Le falta una cosa para vencer este defecto, y es la ciencia, el conocimiento de Dios y de su paciencia y longanimidad. La ciencia humana engríe, pero el conocimiento de Dios humilla. Es imposible conocer a Dios sin estar en su compañía, y él que se acostumbra a vivir en la presencia de Dios aprende a manifestar ternura y compasión aunque no deja de obrar con toda la energía necesaria. Esta combinación de virtudes es el fruto de la gracia divina obrando en el corazón.

"A la ciencia, templanza." Aquí se refiere, no simplemente a las restricciones exteriores de la sociedad, sino al cultivo de un dominio de sí mismos que es el fruto de una práctica diaria. Sobra decir que él que no sabe sujetar su propio espíritu no tendrá ningún poder en restringir los excesos de otros. La templanza es una gravedad de Espíritu que nos ayuda a conservar la serenidad en cualquier situación, elevarnos superiores a todos los trastornos y provocaciones de las circunstancias.

"Y a la templanza, la paciencia." La templanza sirve para poner freno a mi boca y suprimir las palabras irritantes, como también las acciones que tendrían el mismo efecto; la paciencia me ayuda a conservar la calma del espíritu cuando otros dejan de obrar con templanza. La templanza es una virtud activa mientras que la paciencia es pasiva. Si a Ud. le falta la ciencia, no sabrá interpretar el "ánimo de Cristo"; si le falta la templanza, obrará con aspereza y herirá los sentimientos de sus hermanos; y si le falta la paciencia será molestado por las acciones inmoderadas de otros.

"Y a la paciencia, la piedad." Esta virtud representa una ambición para acatar la voluntad de Dios en toda circunstancia de la vida. Se manifiesta en la conducta en el contacto diario con los hombres. Tenemos el dicho: "Dime con quién andas y te diré quién eres." El hombre que procura tener siempre el ánimo del Señor debe observar una conducta piadosa, ejemplificando esa voluntad divina en todos los detalles pequeños de la vida diaria.

Siguen las virtudes del amor fraternal y la caridad. Parecen lo mismo pero el apóstol desea hacer distinción entre ellas. El amor fraternal es una virtud que podría ser el resultado de un temperamento naturalmente franco e ingenuo, mejorada y fortalecida por la gracia divina. Todos tenemos algo de esta virtud aunque la manifestamos con mucha parcialidad. La caridad es superior a todos los gustos naturales y es divinamente imparcial. "La caridad nunca se acaba." En su elogio sobre la caridad (1 Corintios 13) Pablo dice que hay ocho cosas que la caridad no hace y que hay ocho cosas que hace siempre y sin falta. Esta es la virtud que más necesitamos cuando las cosas están en nuestra contra.

Vamos a suponer un caso: y es que una persona me repulsa considerando todo esfuerzo mío para manifestarle mi amor fraternal una intrusión sin excusa. El amor fraternal no dicta otro paso en adelante, sino que me aconseja el retiro y el abandono de todo trato amistoso con él. Pero la caridad, siguiendo el dictamen de un amor divino que no se acaba, pronto se ocupa de las bendiciones que esa persona necesita y de la gloria de Dios que se manifestará con ganar esa alma para Él, y no permite el abandono de relaciones mientras haya oportunidad para manifestarle una actitud y Espíritu amistosos.

La caridad también reconoce los malos frutos del pecado y no los trata con ligereza, al mismo tiempo que considera la ganancia inmensa que tendría la persona si estuviera libre de esos pecados. "En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios cuando amamos a Dios y guardamos sus mandamientos" (1 Juan 5:2). El que ama al Padre ama también a sus hijos. Si amamos al Autor del amor, amamos a su pueblo, buscando mutuamente el bienestar los unos de los otros, porque así es la voluntad de Dios. Debemos portarnos como los que han salido de su presencia, impulsados por su voluntad divina y procurando prestar ayuda a los demás sin tomar en cuenta su categoría o estado. Que Dios nos conceda aprovechamos de esta palabra y empeñarnos en el desarrollo de estas virtudes y cualidades morales que pertenecen a nuestra fe y que deben ser el fruto natural de la morada de su Espíritu Santo.

Podemos decir en conclusión que si nos falta esta última virtud, nos será imposible avanzar, y como es imposible permanecer estacionarios, retrocederemos. "A todo el que tiene, le será dado, mas al que no tiene, le será quitado aun lo poco que tiene." Si nos falta el deseo de progresar y de andar en pos del Señor en todas las cosas, será imposible resistir la tendencia de volver a la condición en que estuvimos antes de ser llamados por el Señor.

(Verso 8) "Porque estando y abundando en vosotros estas cosas, harán que no seáis ociosos ni infructuosos en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo." Estas referencias repetidas a las ocho virtudes que acabamos de describir, es prueba de su gran importancia. Este versículo presenta los buenos efectos que seguramente acompañan a su uso. Es el objeto de todas nuestras experiencias Espirituales traer a nuestras almas un conocimiento más íntimo de nuestro Señor. Si el cristiano avanza en el ejercicio de estas virtudes, todo su carácter siente la influencia hasta que llega a tener lo que Pablo llama "el olor de Cristo." Pedro sentía que toda experiencia era una pérdida de tiempo si no producía en el cristiano un conocimiento más íntimo de su Maestro. El efecto de esta íntima unión es que reconocemos con más claridad qué tan lejos estamos de ser imitadores de Él, y nos impulsa a separarnos más completamente de las contaminaciones del mundo.

(Verso 9) "Porque aquel que no tiene estas cosas, está ciego, teniendo cerrados los ojos, habiendo ya logrado olvidarse de la purificación de sus antiguos pecados." Este es el cuadro del creyente reincidente. ¿No es apóstata? De ninguna manera, porque no ha perdido su fe en la salvación eterna. Es cierto que está ciego. Es cierto que no se fija en las cosas que pertenecen a Cristo y se ha olvidado que había sido purificado de sus antiguos pecados. No se ha olvidado que aquellos pecados habían sido quitados por la obra de su Salvador. No ha negado esa gran verdad de redención. Lo que sí ha olvidado es que esa purificación le debería haber separado de sus antiguos pecados, de los hábitos y de las costumbres de aquellos que siguen viviendo en el pecado. La obra defectuosa era la suya y no la del Redentor, y así es que ha vuelto al mundo, perdiendo el conocimiento de lo que es el cristianismo, la vocación celestial y su relación con la persona de Cristo como habitante de glorias infinitamente superiores a lo mejor que este mundo tiene. Poco a poco se ha alejado de un ideal a otro hasta que ha perdido por completo la visión celestial, ocupándose ya de las cosas de este mundo, de sus modas, de sus principios y aun de su religión. Toda la verdad cristiana se le ha pervertido. No es posible ya que este hombre venga a comprender su situación lastimosa hasta que Dios por alguna providencia especial le despierte de su letargo Espiritual.

(Versos 10, 11) "Por lo cual, hermanos, poned el mayor empeño en hacer segura vuestra vocación y elección: porque si hacéis estas cosas, no tropezaréis nunca; pues de esta manera se os suministrará, con rica abundancia, entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo." Aquí tenemos otra exhortación solemne del apóstol encareciendo la diligencia en el uso de los medios Espirituales a fin de sostener el corazón y el ánimo al nivel de la alta vocación a la cual se ha llamado. Es otra referencia indirecta a su propia caída, y se siente el ardor de su propia experiencia personal.

Alguno dirá: "¿De qué manera podemos nosotros asegurar nuestra elección?" Fue el Padre quien nos llamó, y él que antes también nos escogió. ¿Cómo pues pueden estas cosas estar en duda? No tenemos que aumentar la confianza de Aquel que nos escogió cuando carecíamos por completo de garantías personales. No tenemos que cambiar la actitud de Dios para con nosotros, sabiendo que cuando nos llamó estábamos muertos en pecados y transgresiones. No: pero la seguridad puede establecerse más y más en nuestra propia mente y en la de todos aquellos que nos miran y nos critican. Nuestra conducta no debe desmentir nuestra profesión. Estos nos echan en cara que hay discrepancias entre lo que somos y lo que pretendemos ser, y el mero hecho de que hemos declarado nuestra adhesión a Él nos expone a la crítica de ser hipócritas. Ahora el apóstol nos encarece un esfuerzo que corresponda a esta alta gracia y asegura nuestra elección sosteniendo la vida de comunión intima con Dios. El resultado no puede ser dudoso; Juan nos ha dicho que poseemos la vida eterna tan luego como conocemos al Dios verdadero. Pablo dice que os es permitido "echar mano a la vida eterna" (1 Timoteo 6: 19). Pedro habla de la misma relación cuando nos ocupamos con ciertas cosas a fin de hacer segura nuestra vocación y elección. En ese caso no tropezaremos, como él tropezó, y se nos suministrará, en rica abundancia, entrada en el reino de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

En el versículo once el apóstol otra vez está mirando hacia adelante. Es cierto que por la misericordia de Dios somos sostenidos y guardados aun en medio de muchos tropiezos, pues hay deslices y pérdidas en la historia de cada creyente de las cuales sólo Dios y el alma misma saben. Pero el apóstol pone otro cuadro hermoso delante de la vista. Contempla a un cristiano salir en la senda del deber desde el momento de su conversión hasta el día en que el Señor le lleva al Hogar celestial. En toda su peregrinación no hay ni un paso de retroceso, ni aun tropiezo; todo acto es una manifestación de la consagración más completa. Pedro contempla la vida cristiana como libre de reincidencias y libre de arrepentimientos y confesiones de pecado. Está explicando el modo de la dirección divina y dice que si cumplimos con nuestra parte, Dios no faltará en la suya y nos guardará de tropiezos hasta que nos surta la abundante 'entrada en su glorioso reino. Vemos primero el lugar de partida, la provisión para el camino y el galardón al llegar en el reino venidero del Hijo. Es cierto que la gracia de Dios nos proporciona a todos la entrada en aquella gloria, pero la Escritura nos enseña que allí existe un reino con sus categorías y rangos, y habrá un lugar que corresponderá al servicio que hayamos rendido al Rey durante nuestra peregrinación y que hemos de recibir como galardón de fidelidad. La gracia hará que ninguno de los redimidos quede excluido, pero el gobierno de Dios determinará el lugar distinto que cada uno justamente merezca, de manera que habrá desigualdades en rango como había habido desigualdades en fidelidad y servicios.

Es bueno entender esta cuestión de recompensas en el reino futuro del Hijo. Podemos hacer la comparación refiriéndonos a dos embarcaciones que salen al mismo tiempo del puerto con el mismo destino y pasando por las mismas tempestades en alta mar. La una está malamente aparejada, con tripulación insuficiente y capitán ignorante. Llega al puerto al fin pero con pérdida de cargamento, sin velas y mástiles, un derrelicto salvado por otro buque que le echó un cable y le arrastró al puerto. La otra embarcación llega al mismo puerto bajo su propio velaje, con el pabellón izado, toda cuerda en su lugar y el cargamento seguro. La amonestación de Pedro es por este estilo: "Si no tomáis en cuenta estas cosas que os he dicho, caeréis por el camino y al llegar al fin, será después de la pérdida de mucho cargamento precioso." No cabe duda de que todos hemos tenido nuestros momentos de desaliento en que confesamos: ¡Ojalá que hubiera sido más consagrado a mi Maestro en lugar de haber cedido a la mundanalidad y perdido mi ardor y ambición Espiritual! En esta amonestación el apóstol está obrando como buen pastor en que señala el lugar resbaladizo y da voces para impedir el descuido entre los que son indiferentes.

(Versos 12-14) "Por lo cual cuidaré siempre de recordaros estas cosas, aunque las conocéis, y estáis confirmados en la verdad que tenéis. Y lo tengo por justo, mientras yo esté en esta frágil tienda, estimularos por medio de recuerdos; conociendo que con prontitud viene el tiempo de apartarme de esta frágil tienda mía, así como me lo indicó nuestro Señor Jesucristo." Nos cansamos de oír repetida la misma lección. Pedro no se cansa de enseñar las mismas cosas porque le es grato traer a nuestro recuerdo toda buena lección. El recuerdo de la verdad no dejará de traer bendito fruto en los días que vienen. Necesitamos el estímulo de muchas referencias y llamamientos. Satanás hace todo esfuerzo para adormecer nuestras almas. La vigilancia es nuestra parte en la cooperación del Espíritu, y Dios conceda que estemos alerta para que Él nos pueda defender de las asechanzas del Enemigo.

(Verso 15) "Y también haré lo posible para que podáis en todo tiempo, después de mi partida, conservar memoria de estas cosas." Es admirable la persistencia de Pedro. "Para que tengáis estas cosas siempre en memoria." Ya van cinco veces que hace referencia a "estas cosas." Es imposible, pues, que apreciamos demasiado las exhortaciones dadas en los versículos 5, 6 y 7, a las que se ha referido tantas veces. ¡Dios conceda que nosotros también las tengamos en memoria, que las grabemos en las planchas indestructibles del corazón! Pedro entiende que no hay otra persona con poderes apostólicos que le siga y a quien pueda dejar sus encargos, y por lo tanto tiene que dejar su mensaje escrito para que sirva de estimulo y bendición a las almas de ellos y de nuevas generaciones.

Es digno de notarse que las epístolas de Pedro son las que el pueblo de Dios aprecia mucho. Creo que no es difícil hallar la razón en su carácter enteramente sencillo, su adaptación a nuestra situación actual. También por su manera de darnos el cuadro de Cristo explicando cómo Él viene a satisfacer nuestras necesidades y cómo nos defiende de nuestro Adversario. Ha dibujado a Satanás como un león rugidor y como una serpiente que se esconde en la hierba bajo nuestros pies; representa a Cristo como nuestro Defensor seguro contra todos sus ataques.

(Versos 16-18) "Porque no os hemos dado a conocer el poder y advenimiento de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas por arte compuestas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad: porque recibió de parte de Dios Padre honra y gloria, cuando una tal voz le fue traída desde la gloria majestuosa: '¡Este es mi amado Hijo, en quien tengo mi complacencia!' Y esta voz la oímos nosotros, traída desde el cielo, estando con Él en el santo monte". La idea que los judíos tenían del reino era que el Mesías había de venir en gloria y majestad con poder suficiente para vencer todos los enemigos de la nación y establecer su reino sobre el trono de David su padre. Pero el Señor Jesús no vino de esa manera, así es que le rechazaron, y en cuanto a Él, los judíos le consideraban como muerto y acabado. No había más gloria para Él. Pedro, por el contrario, declara que sus ojos han visto la gloria de su reino y han contemplado su majestad resplandeciente. La escena a que se refiere se encuentra en las tres narraciones de Mateo, Marcos y Lucas (Capítulos 17, 9 y 9, respectivamente). En los relatos del incidente los evangelistas cuentan como el Señor les había procurado revelar la verdad terrible de su próximo rechazamiento en Jerusalén. Les había dicho que le aguardaba el sufrimiento como consecuencia del fallo adverso de los principales de la nación. Luego les había dicho que todo fiel discípulo suyo debía esperar la misma suerte para sí mismo. Pero no termina sus profecías con escenas tan lúgubres. Declara que volverá a venir con una gloria triple: con la gloria que era suya desde la eternidad como el Hijo de Dios, su gloria como el Mesías, el Rey de los judíos, y su gloria como el Hijo del hombre, como va prefigurado en el salmo ocho. Después de hablarles de su rechazamiento, el Señor dijo a sus discípulos: "Hay algunos de los que están aquí que no gustarán la muerte hasta que hayan visto al Hijo del hombre viniendo en su reino." La escena de la transfiguración es el cumplimiento de esta profecía porque allí en el monte les fue revelado a tres de ellos un cuadro en miniatura del reino, y es a ese cuadro al que se refiere aquí el apóstol. Él había visto el espectáculo simbólico, al Mesías con Moisés el autor de la Ley que lleva su nombre, y Elías el reformador, formando un grupo y revestidos de la gloria celestial. Su corazón se hinchó de contento y quiso prolongar el deleite ofreciendo construir moradas para los huéspedes del cielo. Habló sin pensar y erró porque su plan pondría al Mesías en él mismo nivel con los otros dos, y Dios desde luego condena su actitud imperfecta. Pedro recuerda muy bien el tono de esa voz que, dice, les vino "de la magnífica gloria, diciendo: 'Este es mi amado Hijo en quien tengo mi complacencia!'" Los evangelistas dicen que la voz dijo además: "Oídle a Él." Pedro necesitaba esa reprensión entonces porque no entendió el significado de la escena. Aprendió más tarde el carácter de su error, y ya no dejaba de ensalzar a Cristo sobre todos los seres humanos. Por esto es que aquí no agrega las palabras "oídle a Él," porque el cristianismo ya tenía por fundamento principal el carácter divino del Señor.

La reprensión personal que recibió Pedro era la parte más insignificante en esta revelación de la gloria del Hijo; sirvió para poner en evidencia los dos aspectos del reino, su relación con el mundo y con el cielo. Moisés y Elías representaron el aspecto celestial: Moisés había fallecido en el monte Nebo y Elías había sido transportado vivo al cielo, prefigurando la entrada que se reserva para los que están viviendo en la tierra cuando el Señor viniere. Los que han muerto serán resucitados y se juntarán con los vivos en el Arrebatamiento. Pedro, Santiago y Juan prefiguraron a aquellos creyentes que se convertirán en la tierra después de la venida del Señor y que permanecerán aquí durante el periodo del milenio. Pedro había presenciado esa magnífica revelación profética del reino, y en esta epístola procura confirmar la fe de los hermanos trayendo estas cosas a su memoria.

(Verso 19) "Y así tenemos confirmada la palabra profética, a la cual hacéis bien en estar atentos como una antorcha que alumbra en lugar oscuro hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones." Las profecías se ocupan de condiciones en la tierra; describen los planes de Dios para con los hombres y declaran que llegará el día en que Dios borrará de la tierra a todos los impíos en preparación para el reino del Señor Jesucristo. Ahora la Iglesia no es cosa de la tierra sino del cielo. Pedro encomienda el estudio de todas las profecías porque declaran sin equívocos que esta tierra, en la cual andamos como peregrinos, tiene que ser juzgada, y en vista de su condenación nos conviene andar apartados de ella como cosa juzgada y anatematizada. Mi interpretación de esta profecía es, que el Señor vendrá a reinar sobre la tierra, pero después de su purificación. Esta verdad tan terrible me es muy útil porque me sirve para comprender las condiciones que encuentro en mi derredor. No dudo de que se cumplirá esta palabra y que toda la hermosura y magnificencia de este mundo está consagrada a la destrucción, y la tierra será completamente renovada en preparación para la venida de Cristo y su reino personal en ella. En vista de revelaciones tan tremendas nos conviene estudiarlas, pero teniendo presente que el interés intenso que tales hechos inspiran no deben quitar nuestros ojos del rostro del Maestro ni callar su mensaje personal al corazón. La profecía es sumamente útil pero el Señor debe tener el lugar de preferencia en nuestros pensamientos.

La revelación que Pedro nos da vale más que todas las profecías del Antiguo Testamento. Pedro habla de la luz de la aurora que va iluminando poco a poco el corazón. No habla proféticamente, como Malaquías, del tiempo en que "el Sol de justicia se levantará trayendo salud eterna en sus alas." El profeta describe un evento que todavía es futuro, y no se refiere a la primera venida de Cristo y el anuncio del Evangelio. Ese gran "día" tarda todavía, pero podemos decir que su aurora está iluminando nuestros corazones. Nosotros ya somos los hijos del día porque "el lucero ha nacido en nuestros corazones," Cristo mismo, y nos ilumina Aquel que va a llenar todo el cielo de su gloria. Pedro quiere decir que en la conversión de cada cristiano se anticipa en cierto sentido lo que esperamos ver más tarde en regio esplendor. Pedro habla con una confianza que sobrepasa la palabra firme de los profetas, pues había sabido, tanto de la boca de su Maestro como de la voz de ángeles, de la segunda venida de Cristo, y nos habla con toda la fuerza de una convicción profunda. El bendito Señor, quien era "la raíz y la prole de David" para los judíos, es "la estrella resplandeciente de la mañana" para los cristianos. El Hijo de Dios, que tiene los ojos como llama de fuego, manda decir a los demás que están en Tiatira, que "les dará el lucero de la mañana" en recompensa por su lucha y victoria sobre Satanás. Esta es la paga que aguarda a todo aquel que vence, el goce de la presencia de Cristo aun antes de la venida de su reino. En esta esperanza debemos vivir todos porque nos ha amanecido el día en nuestros corazones. Sabemos que nuestra herencia está reservada en el cielo con Cristo y que antes de su venida para juzgar el mundo, vendrá para recogernos a Él mismo para que estemos con Él eternamente. No esperamos ver el cumplimiento de ninguna de esas profecías antes de la venida del Señor; no esperamos a nadie sino al Lucero de la mañana. No tenemos delante de nosotros ninguna dicha mayor que esta, la de ver su rostro y "amar su advenimiento."

(Versos 20, 21) "Sabiendo esto primero, que ninguna profecía de esta Escritura es de interpretación privada, porque la profecía en tiempos pasados no fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres, movidos por el Espíritu Santo, hablaron de parte de Dios." No tenemos el derecho de poner limitaciones sobre las Escrituras. Su valor consiste en esto, que todas se refieren al Señor Jesucristo, y las profecías no pueden ser medidas en su alcance hasta que hayamos entendido todo aquello que se relacione con Él y con la venida de su reino en gloria. Los que piensan dar interpretaciones limitando la aplicación de las profecías a eventos anteriores a esa Venida pierden el gozo de estar esperando su venida. Se ocupan de ciertas apariencias entre los eventos contemporáneos y alguna profecía, y quitan los ojos del cielo de donde se espera la luz de "la estrella de la mañana."

Después de nuestro arrebatamiento y separación de este mundo con todos sus cambios, se cumplirán una por una todas las profecías, y llegará el día en que el Señor Jesucristo pasará a tomar su asiento sobre el trono teniendo a nosotros que somos suyos a su diestra, y reinaremos con Él sobre esta tierra, donde Él padeció y derramó su sangre en expiación de nuestros pecados. Es el motivo para el más justo regocijo el que le conozcamos ahora y que le seamos fieles en el lugar donde fue rechazado, pues llegará pronto el día en que volverá a aparecer en la tierra, pero ocupando su lugar legitimo de príncipe y juez. Pero antes de que llegue ese día, vendrá en las nubes para recoger a los que son suyos y nos habrá llevado a la casa de su Padre celestial; esta es nuestra esperanza suprema, la dicha que ponemos ante toda otra cosa porque es el momento de la entrada en la presencia de Cristo y la comunión íntima con Él que nunca será interrumpida. Que Dios nos ayude a vivir llenos de esta esperanza, velando siempre a fin de estar listos para dar la bienvenida al "Lucero de la mañana" cuando apareciere.