Simón Pedro

Simón Pedro

W. T. P. Wolston

1892

Reprendido en Antioquia

Hechos 15, Gálatas 2

El retiro que buscó Pedro, para escapar de la venganza de Herodes, duró por algún tiempo considerable. Coincidiendo con ese retiro de Pedro, comienza la actividad de Pablo en su obra de avanzar la causa del reino en la tierra, y según la narración de los eventos en esta historia de los Hechos. En los dos capítulos anteriores se hace mención de la extensión del evangelio entre los gentiles en Asia Menor, bajo el ministerio de Pablo y Bernabé. Hemos notado cómo estos dos hombres llegaron a estar asociados en el trabajo durante la primera visita de Pablo a Jerusalén. Esta amistad fue aumentada por la acción de Bernabé no mucho después.

La última noticia que tuvimos de Pablo era que se había retirado a Tarso; su ciudad natal (9:30). En este tiempo llegaron noticias a Jerusalén avisando a los fieles que la fe se había extendido hasta Antioquia, en la provincia de Seleucia, por la predicación de los que se habían esparcido por la persecución suscitada con motivo de Esteban (9:30). Se mencionan dos lugares que se llamaban Antioquia en el Nuevo Testamento. La ciudad a la cual se refiere aquí es la mayor y más importante de las dos, siendo la otra un pueblo pequeño en Pisidia que Pablo visitó después. (l3:14). Antioquia en Siria se fundó en el año 300 A.C., por Seleucus Nicator. Está situada sobre las riberas del río Orontes, y dista 500 kilómetros al norte de Jerusalén y como 50 kilómetros de la costa del Mediterráneo. Estaba puesta en cuadro, con un muro alrededor y con muros transversales dividiendo la ciudad en cuatro barrios. Fue la metrópoli de Siria y la residencia de los reyes Seleucidas. Más tarde llegó a ser la capital de las provincias romanas en Asia, teniendo el tercer rango entre las ciudades del imperio, siendo sólo Roma y Alexandria más populosas. En ese tiempo tenía una población de 200,000 habitantes, y siempre tendrá un interés especial para todos los creyentes en Cristo al recordar que "los discípulos fueron llamados cristianos primeramente en Antioquia." (Hechos 11:26).

Cuando los de Jerusalén supieron que en aquella ciudad importante "un gran número, habiendo creído, volvieron al Señor," la asamblea despachó a Bernabé para ayudar en la obra, y él "cuando hubo llegado y visto la gracia de Dios, se alegró y exhortaba a todos que con propósito de corazón permaneciesen adheridos al Señor... y mucha gente fue agregada al Señor." (11:23,24).

Sintiendo sin duda, la importancia de la obra que se desarrollaba en esa ciudad, Bernabé partió para Tarso a buscar a Saulo, y, al encontrarle, le persuadió que volviese con él a Antioquia. "Y sucedió que por espacio de un año entero se reunieron con la Iglesia y enseñaron a mucha gente" (verso 26). Desde esa fecha hasta los eventos registrados en el capítulo 15 de Hechos, estos dos hombres trabajaron como compañeros íntimos en la obra del Señor. Antioquia era el cuartel general de ellos por mucho tiempo, saliendo de allí encomendados por la asamblea para la obra misionera, y en su primer viaje, como va narrado en los capítulos 13 y 14. A esa misma asamblea volvieron, y "les refirieron cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos, y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe. Y se detuvieron no poco tiempo con los discípulos" (Hechos 14:27, 28).

Este viaje misionero era la primera jira formal en que se había predicado a los gentiles, formando entre ellos asambleas y nombrando oficiales locales, a los cuales se daba el nombre de ancianos. La Palabra de Dios, acompañada de toda la energía que caracterizaba siempre la presencia del Espíritu, se diseminaba entre los pueblos no judíos, convirtiéndolos y apartándolos de entre los vecinos, para formar asambleas, las cuales, se ocuparon de extender la propaganda. En todo esto no habían consultado a los doce apóstoles ni pedido la autorización o dirección de la asamblea en Jerusalén, y como era natural, sin ninguna referencia a la ley mosaico, bajo la cual los cristianos judíos se sentían obligados a vivir. Ahora en Antioquia se levantó la cuestión en cuanto a la fuerza que esa ley mosaico debiera tener en la vida de los creyentes convertidos al cristianismo. La cuestión se suscitó, no por los judíos de fuera, sino por los de dentro, los que se sintieron obligados a guardar las ceremonias de la ley y que consideraban esa observancia como una parte necesaria de la fe cristiana. Para los gentiles esa ley era un yugo pesado, y resistían las pretensiones de aquellos que quisieron imponerla sobre ellos. En el capítulo 15 tenemos la historia de la consideración de este importante asunto en el concilio o asamblea general de la Iglesia, pues la decisión en cuanto a ello afectó los mismos fundamentos del Cristianismo.

Leemos en el primer versículo del capítulo que ciertos hombres que habían descendido desde Judea enseñaron a los hermanos diciendo: A menos que seáis circuncidados, conforme a la institución de Moisés, no podéis ser salvos". Viniendo de Jerusalén, el centro del movimiento, parecían traer la sanción de aquella asamblea y de los Doce. Esto dio mucho peso a sus afirmaciones. Pablo y Bernabé, reconociendo el peligro de esa doctrina errónea, tuvieron no poca disensión y discusión con ellos, y con razón, porque el insistir que la conformidad a la ley de Moisés era un elemento esencial en la obra de la salvación, era nulificar todo el evangelio que Pablo predicaba y destruir la doctrina de la gracia, elevando ciertos actos del creyente, en la obediencia a una ley formal, hasta ser instrumentos necesarios en obtener la gracia divina. En caso que esta nueva declaración fuese válida, la justificación por la fe sería simplemente una ilusión, y la expiación efectuada por el Señor Jesucristo nulificada. Es fácil, pues, comprender cómo Pablo manifestaba la más enérgica hostilidad y protestaba con toda su fuerza contra la enseñanza de aquellos "hermanos falsos" que seducían a los fieles a apartarse de la sencillez del evangelio.

Mas Dios dispuso, en su divina sabiduría, que esta cuestión, tan vital para la salud de la Iglesia, no fuese arreglada en Antioquia sino en Jerusalén, y que no por las protestas de Pablo ni por la autoridad apostólica, sino por una decisión rendida por el mismo Espíritu Santo. Si no se hubiera arreglado de esta manera, se habría puesto en peligro no sólo la unidad de la Iglesia, sino su existencia. Un acuerdo hecho en Antioquia, afectando toda la Iglesia, no habría tenido el peso que el mismo acuerdo obtenido en Jerusalén. Es muy grato notar cómo Dios velaba sobre el bienestar de su Iglesia y cómo ella era preciosa en sus ojos. Dios hizo que los disputantes comprendieran que una conferencia de los creyentes reunidos en Jerusalén daría una decisión final al asunto, y Pablo vio que la tal decisión vencería los prejuicios de los judíos, obrando en favor de la unión de la Iglesia y no para su rompimiento. Supo que había algo de fanatismo entre los creyentes en Jerusalén, pero esperaba salir bien, y en el caso de que la verdad fuera sostenida, el fallo de la asamblea en esa ciudad acabaría con toda oposición. Por otra parte, si la asamblea de Antioquia hubiese decidido el asunto, era probable que el fallo de los hermanos en Jerusalén hubiera sido adverso. Todo fue obviado por disposición divina.

La historia del caso es referida en detalle en la epístola de Pablo escrita a los Gálatas, y demuestra cuán grande era la crisis en que la causa se encontraba. Se ponían en tela de juicio asuntos que pertenecían a las doctrinas fundamentales del Cristianismo. Si el creyente, siendo gentil, se sometía a la circuncisión, se ponía bajo la obligación de observar toda la ley, y confesaba que se fiaba de tal observancia de la ley y no de la gracia divina para la salvación, y en realidad abandonaba a Cristo como Salvador. Este es el argumento de Pablo en Gálatas 5: 2-4. Pablo mantuvo esta posición desde el principio, pero no pudo convencer a todos los hermanos de manera que pareció bien a la Iglesia de Antioquia despachar a Pablo y Bernabé, en unión de algunos del otro partido, a Jerusalén, a los apóstoles y ancianos en esa para conseguir un fallo sobre el asunto. En esta declaración formal vemos cómo Pablo cede a la opinión de los demás en el interés de la armonía. En su propio relato del caso (Gálatas 2), hablando de la misma cosa, dice: "fui por revelación." La comunicación divina por medio del Espíritu le sirvió de guía. Entendemos que por sí mismo, no hubiera ido, pero Dios no le permitió ser porfiado. Nos es buena disciplina estar obligados a veces a ceder nuestra voluntad a los deseos de otros, aun cuando estemos convencidos de que tenemos la razón a nuestro lado. Lleno de fe y de celo para su causa, comprendía que convenía abandonar temporalmente su obra evangelista a fin de imponer el silencio sobre sus opositores, y para mantener la unidad. Al salir para Jerusalén, tomó consigo a Tito, un griego incircunciso. Quiso manifestar que no cedía ni un punto en la cuestión porque entendía que defendía una verdad sagrada. Esto era un paso denodado pero importante porque sacaba la cuestión de entre las teorías y demandó una decisión. Pablo había decidido ya andar en la libertad del Espíritu en este asunto, y quiso que otros creyentes gozaran de ella, y ganó la victoria, como hemos de ver en un momento.

Al llegar la delegación de la iglesia de Antioquia a Jerusalén, "fueron recibidos por la Iglesia, y por los apóstoles y por los ancianos, y les contaron todo lo que Dios había hecho con ellos. Pero se levantaron ciertos creyentes de la secta de los fariseos, diciendo: ¡Es necesario circuncidarles y mandarles guardar la ley de Moisés!" (verso 4, 5). La contradicción era abierta, y se convocó una asamblea de apóstoles y ancianos para considerarlo todo. La discusión fue amplia y libre, y muchos tomaron parte en ella, sin producir la unanimidad. Entonces se presentó Pedro otra vez y les recordó cómo Dios había obrado por su instrumentalidad entre los gentiles y les dijo: "¡Varones hermanos! vosotros sabéis que desde los primeros días eligió Dios de entre nosotros, que por mi boca oyesen los gentiles la palabra del evangelio, y creyesen. Y Dios, que conoce el corazón, les dio testimonio, dándoles a ellos el Espíritu Santo del mismo modo que a nosotros; y ninguna diferencia puso entre nosotros y ellos, purificando sus corazones por la fe. Ahora pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo un yugo sobre la cerviz de los discípulos, que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Mas creemos salvarnos nosotros, por medio de la gracia de nuestro Señor Jesucristo, precisamente como ellos" (verso 7-11). Manifiestamente Pedro echa el peso de su influencia a favor de la mayor libertad de conciencia en el caso de los creyentes gentiles. Su discurso, muy breve y muy apto, llega al corazón del asunto en la última declaración que no deja lugar para la vacilación. "Nosotros seremos salvados por medio de la gracia precisamente como elfos." No se puede invertir el orden aquí y decir: "ellos serán salvos precisamente como nosotros." Hay una gran diferencia entre los dos dichos, y Pedro declaraba abiertamente que los cristianos que habían nacido bajo la ley de Moisés no alcanzaban la salvación por un medio diferente que el que ahora se ofrecía a los gentiles, quienes nunca habían estado bajo la ley mosaico. Esta opinión de Pedro echó por tierra todos los argumentos de los judaizantes. El efecto de esta declaración tan franca no dejó nada que desear, y condujo a todo el concilio a una unanimidad.

Entonces fueron llamados los embajadores de los gentiles, y les fue dado el uso de la palabra. "Guardó silencio entonces toda la multitud; y escucharon a Bernabé y a Pablo que les contaban cuántas señales y maravillas había hecho Dios entre los gentiles por medio de ellos" (verso 12). Al fin habla Santiago, citando un pasaje del profeta Amós para probar que fue el propósito de Dios extender su gracia hacía las naciones. Está enteramente de acuerdo con Pedro cuando dice: "Yo juzgo que no inquietemos a los que entre los gentiles se han convertido a Dios." (verso 19).

Este sumario que Santiago presentó pareció suficiente para esclarecer los juicios de toda la asamblea. "Entonces pareció bien a los apóstoles y a los ancianos, juntamente con toda la iglesia, elegir de entre sí hombres que enviasen a Antioquia juntamente con Pablo y Bernabé y a Silas, hombres principales entre los hermanos" (verso 22). Llevan una carta dirigida a la hermandad gentílica, en la cual va el fallo autoritativo que pone fin a ese escabroso asunto. Los términos del decreto son los siguientes: "Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros mayor carga que estas cosas necesarias: Absteneros de lo sacrificado a los ídolos, y de la sangre, y de lo ahogado, y de la fornicación; absteniéndonos de las cuales cosas haréis bien."

Los paganos tenían todas estas costumbres prohibidas, pero es importante notar que son cosas que no solamente la ley mosaico prohíbe, sino que son violaciones de la ley natural de Dios a todos los hombres. Así es que no se puede decir que el decreto representa un compromiso entre los legalistas y Pablo. La familia, protegida por las leyes de la castidad, era institución divina desde el Edén, y ninguna otra relación fue permitida a los primeros padres de la raza (Génesis 2:21-25). También, después del diluvio, cuando fue permitido a los hombres comer la carne de los animales, se les prohibió terminantemente comer la sangre, porque era tipo de la vida, la cual pertenecía a Dios (Génesis 9:3-5). Luego, toda relación con los ídolos era una afrenta al Dios verdadero y una violación de su dominio sobre la conciencia. El hacer, pues, cualquiera de estas cosas que el decreto prohibía, no era más que una violación de las leyes generales para toda la humanidad, y su observancia no tenía nada que ver con la ley ceremonial de Moisés. Es cierto que los gentiles andaban ignorantes de estas leyes universales, y necesitaban instrucción sobre estos puntos, y la asamblea contaba con la ayuda de la razón en promulgar estos decretos, apelando más bien al carácter de la verdadera relación de los hombres con Dios que a su autoridad como asamblea.

Así es que en ningún sentido puede hallarse aquí un compromiso con las preocupaciones de los judíos, ni son leyes nuevas que la Iglesia procura imponer sobre los creyentes. Son declaraciones precisas de los principios que dirigen la vida de todo hombre cristiano, y las podemos clasificar de esta manera: 1. - La unidad de Dios - no hay más que un solo Dios verdadero - y todo acto que pudiera ser interpretado como un reconocimiento del poder de un ídolo es una afrenta a la majestad divina. 2. - La vida pertenece a Dios. 3. - La relación primitiva que Dios estableció entre el hombre y la mujer es la de la castidad por medio del casamiento y la monogamia.

Sobre estos tres puntos no había ninguna diferencia de juicio entre Pedro y Pablo. Este halló un coadyuvante leal y enérgico en aquél, y se deleitó seguramente en que el único entre los apóstoles que conocía bien abogaría con tanto afán en favor de la verdad, a saber: que el creyente en el Señor Jesús no se hallaba bajo el dominio de la ley mosaico. Muy contento estaría Pablo también al ver cómo los apóstoles, apoyados por toda la asamblea, promulgaran estas doctrinas, corroborándole a él y a Bernabé en su ministerio. Mayor todavía era su gozo cuando supo que les iban a acompañar en su regreso a Antioquia "hombres principales entre los hermanos" para corroborar el mensaje escrito, y así evitar toda sospecha de falsificación, cosa que podrían haber dicho algunos descontentos si hubieran regresado Pablo y Bernabé solos. Fue la Asamblea de Jerusalén la que había fallado a favor de la libertad de los gentiles, y éstos - de los cuales había muchos en la congregación de Antioquia se regocijaron de gran manera al sentirse libres del yugo que algunos quisieron echar sobre ellos antes de admitirlos a la comunión de la fe.

Los delegados de la Asamblea, Judas y Silas, permanecieron algún tiempo juntos en Antioquia. Entonces partió Judas, dejando a Silas como colaborador en esta nueva e interesante viña del Señor. Este prefirió trabajar entre los gentiles que volver a Jerusalén. La oportunidad le produjo una verdadera dicha, aunque después sufrió trabajos como buen soldado, en los viajes misioneros. "Pablo y Bernabé permanecieron también en Antioquia, enseñando y predicando, con muchos otros también, la palabra del Señor" (verso 35). Entendemos por esta última expresión, que la Asamblea en esta ciudad había crecido mucho y que la obra era ya muy importante, demandando el cuidado y la atención de varios siervos de Dios. Este aumento en el trabajo en este punto explica también la presencia de Pedro allí, no mucho tiempo después del concilio de Jerusalén. La fecha exacta de su visita es incierta porque Lucas en su historia no dice nada de ella. Pero sabemos que estuvo allí, y que su conducta y su modo de tratar a los gentiles forzó a Pablo a resistirle en una controversia pública.

El relato de este incidente lo tenemos en la epístola escrita por Pablo a los Gálatas (capitulo 2). Después de narrar las circunstancias que le obligaron a subir a Jerusalén, da cuenta de la manera cómo los apóstoles le recibieron, cosa de que Lucas no dice nada en el libro de los Hechos. Refiere también los efectos de su visita sobre ellos. En breve, dice que los apóstoles reconocieron que Pablo había recibido una revelación distinta de la que ellos habían tenido. Dieron el crédito debido a su ministerio y apostolado, reconociéndole como uno que había sido llamado de Dios y apartado para la obra, lo mismo que ellos. Además les comunicó una nueva verdad, la misma que él había enseñado a los gentiles en sus predicaciones; pero ellos no le dieron ninguna doctrina que no hubiese tenido antes. Pablo no menospreció en nada la importancia de la obra que Pedro hacía. En su epístola a los Gálatas reconoce su ministerio con entusiasmo. Dice: "Él que obró en Pedro para el apostolado de la circuncisión, obraba también en mí para con los gentiles. Percibiendo, pues ellos la gracia que me fue dada a mí, Santiago y Cefas y Juan, que eran reputados como columnas, me dieron a mí y a Bernabé la diestra de comunión, para que fuésemos a los gentiles, y ellos a la circuncisión." (2:8,9). Entonces sigue el relato de la visita de Pedro. "Más cuando vino Pedro a Antioquia, le resistí cara a cara porque era de condenar. Pues antes de que viniesen algunos de parte de Santiago, comía con los gentiles: mas cuando hubieron venido, se retiró y se separó de ellos, temiendo a los que eran de la circuncisión. Y los otros judíos disimulaban también, de tal manera que aún Bernabé fue descaminado junto con los demás, por la disimulación de ellos. Más cuando yo vi que no andaban rectamente conforme a la verdad del evangelio, dije a Cefas (Pedro), en la presencia de todos: Si tú, siendo judío vives como los gentiles, y no como los judíos, ¿cómo obligas a los gentiles a judaizar? (verso 11-13). La explicación es muy sencilla aunque la historia es triste. Estando solo en Antioquia, punto donde prevalecían las interpretaciones de Pablo, que en este caso eran las verdades divinas, Pedro entraba y salía con los gentiles de la congregación, comiendo con ellos como hermanos en la fe. Anduvo con la misma libertad que Pablo en este sentido. Mas al llegar algunos de Jerusalén, donde prevalecían las observaciones estrictas del ceremonial judaico y donde los cristianos fueron dominados por ese yugo de la tradición, costumbres en que Pedro tomaba parte como todos los demás, puesto que no había vivido mucho tiempo en otra parte, se sintió obligado a volver a su antigua manera de vivir porque los recién venidos eran testigos de su religiosidad en este particular y acostumbrados a ver el mismo rigor en su vida que ellos practicaban. No se atrevió a ejercer la libertad de antes porque sería ofender a estos antiguos amigos, quienes, aunque cristianos ya, estaban demasiado empapados de sus ideas judaicas para comprender su punto de vista anterior. Temiendo la desaprobación de éstos, Pedro se separó de todas las relaciones hermanables con los gentiles.

No debemos creer que Pedro cedió este punto sin varias disputas con sus hermanos judíos. Le presentarían el efecto de su actitud sobre los hermanos de la capital al llegar a ser notoria allí. Le indicarían que en su posición en el apostolado perdería mucha influencia, y aun pudiera fomentar la disensión entre ellos. En mala hora el apóstol da oído a esos argumentos y amenazas, cegados sus ojos a los resultados fatales de un paso retrógrado como este, mas ese elemento de timidez o cobardía, que hemos visto antes en él, le impele a ceder, y "el temor del hombre le coge en un lazo."

Ferviente, enérgico y celoso como siempre, parece que Pedro tiene este defecto en su carácter que se preocupa demasiado del "qué dirán" de los hombres. Sus opiniones dependen demasiado de las opiniones de los demás. Si no somos librados de este peligro por medio de la conciencia íntima de la presencia de Dios y su aprobación de nuestro curso, corremos el riesgo de ser movidos de acá para allá, y viceversa, por las opiniones de otros, especialmente si esas opiniones afectan nuestro amor propio, según la carne. Somos débiles en proporción a que damos valor o estima a la posición que ocupamos entre los hombres. Si no somos nada ante los ojos de ellos y nada tampoco ante nuestra propia estima, es fácil obrar sin ninguna referencia a las opiniones de otros. No se encontró Pedro con ese ánimo en este caso; y como resultado, la actitud de él afecta a los judíos presentes y aun a Bernabé, quien nos parecía libre de esas tendencias. Todo eso es el fruto legítimo del primer error en este caso. A la medida que permitamos a otros extender una influencia mala sobre nosotros, igualmente será perversa la influencia mala que hemos de ejercer sobre ellos y sobre otros. En el esfuerzo de mantener nuestra reputación entre aquellos cuyo favor apetecemos, corremos el peligro de hacer algo que no sea enteramente conforme a la verdad. Por otra parte, la reputación de ser piadosos aumenta el mal efecto de nuestra acción si nos apartamos de la rectitud, y hace mayor agravio a la causa de Dios porque ha dado un mal ejemplo a otros muchos.

¿Por qué es que Pablo acusa a Pedro de haber disimulado? Es porque en verdad el cambio en su conducta no representó un cambio en sus convicciones. Las había anunciado con toda franqueza en el concilio; ahora, para agradar a otros, obra de otra manera. Había una discrepancia entre sus teorías y su práctica. Si alguien le hubiera preguntado diciendo: "Pedro, ¿cree Ud. que la circuncisión y la observancia de la ley de Moisés son esenciales para la salvación?" habría contestado con una negativa enfática. ¿Por qué, entonces, se aparta de los que no son judíos? Porque teme ciertas influencias, la opinión de ciertos hombres, y decide que no le conviene ofenderles, aunque reconoce que están en el error. ¡Pobre de Pedro! No comprendió cómo esta acción de separarse de la mesa donde comían sus hermanos gentiles era en realidad el rechazamiento de ellos como hermanos en la fe, el regreso a todas las ideas reaccionarias que tenía antes de recibir la visión del cielo, en que Dios mismo le declaró que no había estas diferencias ya en el evangelio. No considera que está oponiéndose directamente al Espíritu y a la letra de los acuerdos del concilio en que él había tomado tan importante parte, para abrir una puerta amplia para la admisión de los gentiles a la familia de la fe.

Su conducta en esta ocasión nos hace acordar, en cierto sentido, de aquellas jactancias de lealtad dadas en la mesa de la última cena del Señor, seguida de sus negaciones con blasfemias en el patio del sumo sacerdote unas horas después. Vemos la misma audacia y desprendimiento impulsivo, dando lugar más tarde a una timidez vergonzosa en la hora de la prueba. No sabemos si de la misma manera le sobrevino una reacción de arrepentimiento que vimos cuando reconoció que había negado a su Señor, pues Pablo le hace ver que está cometiendo semejante falta de negación en la persona de los conversos gentílicos. En la primera ocasión salió y "lloró amargamente"; no sabemos si lo volvió a hacer en esta ocasión, o no, pero nuestro estudio de su carácter nos hace creer que era igualmente franco en reconocer sus faltas y en su esfuerzo para remediarlas. Vamos a ver de qué manera llegó a reconocer la falsedad de la posición que había tomado en este asunto, y con esto terminaremos este estudio de su interesantísima vida, con todas sus lecciones útiles para nosotros.

Parece que Pablo es el único que se quedó firme en su lugar durante esta crisis en la Iglesia. Para él el apóstol Pedro, a pesar de toda su eminencia, o primacía, entre los apóstoles, no era un superior ante quien debía guardar silencio cuando estaba de prueba la verdad de Dios. "Le resistió cara a cara porque era de condenar". Pablo había sido convertido por una revelación directa de la gloria celestial, y, lleno del Espíritu desde el momento de su bautismo, sentía que todo aquello que pudiera exaltar la carne servía sólo para oscurecer esa gloria y falsificar el evangelio que la anunciaba a los hombres. En su vida intima tenía su conversación en los cielos, en la compañía de Cristo glorificado, Él mismo a quien había visto en las alturas y a quien reconocía como el Centro de todos los planes de Dios. Viviendo de esta manera exaltada, su conciencia estaba muy sensible a cualquier movimiento que tendiera a menospreciar esa gloria o ensalzara indebidamente las pretensiones de los hombres, como aquellos de los judaizantes, que estribaban en el cumplimiento de ordenanzas y mortificaciones de la carne. Interpretó la acción de Pedro como carnal y no espiritual, actitud que nunca haría al pensar íntegramente de su relación con el Señor Jesús. Ocupado, él mismo, de ese deseo supremo de ensalzar a Cristo y de defender su verdad santa, acude a la pelea como león, y no vacila en hacer su ataque donde ve al adversario principal, desechando toda consideración de los rangos y categorías humanas.

Pablo no cede a las convencionalidades; en esto su conducta está muy distinta de la de Pedro. Pero su modo de proceder es el de un caballero. "Fieles son las heridas del que ama, mas profusos los besos del enemigo" (Prov. 27: 6). Judas había ejemplificado la última parte de este refrán cuando entregó a su Señor. Pablo es el ejemplo de la primera cláusula del proverbio. Se presenta delante de Pedro en la presencia de todos, y le llama la atención al doblez de su conducta, puesto que había cometido su falta en la presencia de todos. Comprendió que en su corazón Pedro no había retrocedido de su primera posición, y estaba igualmente cierto de que su actitud nueva - que en obsequio a la verdad no puede llamarse de otra cosa que disimulación-, se debía a la presión de influencias extrañas. No dudó ni por un momento que Pedro era leal a su Señor y que amaba sinceramente no sólo a él sino a los gentiles también. Si no fuera así, Pablo no hablaría con tanta franqueza, pues aunque su acusación es pública, no carece de cortesía, y es evidente que su objeto no es de antagonismo contra de Pedro, sino persuadirle a su modo de pensar. Vamos a estudiar su argumento con cuidado.

Pablo habla así: "Si tú siendo judío, vives como los gentiles, y no como los judíos, ¿cómo obligas a los gentiles a judaizar? Nosotros, siendo judíos, por naturaleza, y no pecadores como los gentiles, mas conociendo que el hombre es justificado, no por obras legales, sino por medio de la fe en Jesucristo, nosotros mismos hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe en Él, y no por obras legales: pues que por obras legales no se justificará ninguna carne. Pero si, mientras procuramos ser justificados en Cristo, nosotros mismos también hemos sido hallados pecadores, ¿Cristo acaso es ministro de pecado? ¡No por cierto! Pues si yo vuelvo a edificar lo que había destruido, a mi mismo me convenzo de prevaricador, porque por medio de la ley, yo morí a la ley, a fin de que viva para Dios. He sido crucificado con Cristo; sin embargo vivo; mas no ya yo; sino que Cristo vive en mí: y aquella vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó, y se dio a sí mismo por mí. No hago nula la gracia de Dios: porque si por medio de la ley es la justicia, entonces Cristo murió en vano" (Gálatas 2:14-21).

Pablo, como judío, se sintió libre para vivir de la misma manera que los gentiles al estar entre ellos. ¿Por qué obligarlos a vivir como judíos simplemente para gozar de la comunión cristiana con los judíos? Si Pedro, gozando de libertad cristiana hacía a un lado las restricciones escrupulosas de la ley mosaico, era muy absurdo demandar ahora que los gentiles se convirtiesen en judíos y que guardasen esa misma ley para entrar en comunión con los demás judíos. Pero eso no era la raíz del asunto, el único motivo para la separación entre judío y gentil era la conclusión, no declarada abiertamente, que la circuncisión era necesaria para la salvación. Una conducta como esa afectaba los fundamentos del evangelio. Antes de presentarse esta cuestión de los gentiles, los discípulos del Señor Jesús, aunque judíos de nacimiento, se reconocieron pecadores a pesar de sus obras en obediencia a la ley, e incapacitados de obtener el favor de Dios, y obligados a acudir a Jesucristo para la justificación y el perdón de pecados. Ahora si al abandonar la ley para venir a Jesucristo cometieron pecado, dejando de cumplir con los requisitos de la ley, es claro que al obedecer a Cristo, dejan de obedecer a la ley, y el evangelio es para ellos la fuente del pecado. Pablo rechaza tal argumentación como falsa en todo. En verdad, a fin de llegar a Cristo se vieron obligados a abandonar el esfuerzo de justificarse por medio de la ley, reconociendo ésta como sin fuerza para obrar la justificación y sustituyendo en su lugar la obra de Cristo y la confianza en Él como el único Justificador. De otra manera el Cristianismo es un error y Cristo el autor del pecado. Por otra parte, si fueron derribadas las paredes de la ley con todas sus obligaciones para establecer una nueva base de fe, ¿qué se gana volviendo a levantar un sistema de observancias minuciosas que nadie podía guardar exactamente aunque dedicara toda su vida al esfuerzo?

Estas eran las dos conclusiones que confrontaron a Pedro, y sin duda realizó con horror las consecuencias fatales de tal posición. Si hacía mal en comer con los gentiles, lo hacía en cumplimiento del mandato directo de Dios, dado a él en la visión de Jope. Si había un pecado en esta relación amistosa con los gentiles, su Señor era el culpable en haberlo impuesto. Por otra parte, si no hizo mal al visitar y bautizar a Cornelio, no hacía mal en asociarse con los gentiles cristianos de Antioquia.

Pocas personas piensan en los males que resultan de sus esfuerzos de agradar a los hombres y de dar lugar a los deseos de la carne en sus relaciones sociales. Es el uso de las ordenanzas como medios de cumplir con obligaciones morales el que trae tentaciones especiales. Hay muchos que son nominalmente cristianos que dejan de comprender el verdadero punto de diferencia entre los dos apóstoles en esta ocasión. Muchos son los que, si se examinasen a sí mismos, se confesarían legalistas, es decir, dependiendo del cumplimiento de la ordenanza para obtener mérito ante Dios. El poner confianza en algún hábito o costumbre, como de provecho para el alma, es fiarse de la carne y no del Señor. Para el verdadero creyente Cristo es el todo, y las ordenanzas cristianas, el bautismo y la cena del Señor, Él ha ordenado, no como medios esenciales en que hemos de fiar para la salvación, sino medios para indicar nuestra separación del mundo - al cual hemos muerto ya, como el Bautismo significa - y nuestra adhesión a Él - como la Cena del Señor lo indica - siendo, como somos, unidos a Él como Cabeza de su cuerpo, del cual somos miembros.

El hecho es que Jesucristo, muerto y resucitado, es nuestra única justicia, así es que el buscar la justicia en la observancia de ordenanzas es repudiar las doctrinas de salvación en Él. El corazón humano está propenso a ocuparse de hechos exteriores, y estos ejercicios forman el gran bulto de acciones con que los cristianos pretenden adorar a Dios y servirle, en la esperanza que tal servicio le satisfaga. Pero es muy probable que el ejercicio de la carne se abulte tanto en la mente del pretendiente, que no reconocerá las verdaderas necesidades de su alma, y dejará de hartarse de Cristo, la única fuente de salud, Es en contra de ese error que Pablo habla en la última parte de su argumento cuando dice: "Por medio de la ley, yo morí a la ley, a fin de que viva para Dios." Había aprendido por medio de la experiencia que la obediencia de la carne, es decir, la observancia de ordenanzas, era inútil y que de nada aprovecha. El corazón humano se engaña al fiarse de ellas; de manera que Dios "condenó el pecado en la carne". La vida cristiana no es vida mejorada o perfeccionada, como muchos piensan, sino vida nueva en Cristo.

Además, Pablo había aprendido que cuando estaba bajo la ley estaba bajo condenación de muerte y que su alma no tenía poder de escapar de su sentencia fatal. Habiéndose apartado del dominio de esa vida por medio de la cruz de Cristo, se reputa como muerto a la ley. La ley tiene dominio sobre los vivos y no sobre muertos, y Pablo había muerto a su dominio. El poder de la ley no se extiende más allá de la muerte, y cuando su esclavo muere, queda libre en cuanto a ese dominio anterior.

Mas si Pablo quedó muerto bajo la ley, ¿dónde hallará la vida? Sólo en el Cristo resucitado. Como fue crucificado con Cristo, la condenación de la ley cayó sobre él en aquella muerte expiatoria sobre la cruz. La ley le alcanzó y le condenó como pecador él se confiesa el primero entre los pecadores - y ejecutó sentencia contra él en la persona del Hijo de Dios, quien, habiéndole amado, se dio a sí mismo por él, haciendo que su vida anterior, con todo su peso de pecado encima, llegase a su fin sobre la cruz_ ¿Cómo es esta vida nueva que ahora lleva? La vida antigua, como hijo de Adán, ha desaparecido; la fuente de sus acciones ahora es la nueva vida de Cristo que le anima. Es una nueva creación, y su propósito al contemplar el mundo en que se encuentra es el de reproducir en sí mismo y en miniatura la vida de Cristo. "La vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se dio a sí mismo por mí." Es esta entrega personal, esta fe activa la que apropia a Jesucristo, y le constituye el objeto de todo afecto y la fuente de toda acción, que determina el carácter de la vida cristiana. De esta manera no obra en vano la gracia divina. Aceptando el punto de vista de los cristianos judaizantes, si la justicia tuviera que ver de manera alguna con la ley y la obediencia de ella, la muerte de Cristo habría sido en vano, porque si no fue Él nuestro substituto, queda la obligación de cumplir toda la ley, y el cristiano no ha ganado nada que no tenga también el judío. ¿Cuál sería el fruto de tal creencia? ¡una pérdida indeciblemente grande!, pues se pierde a Cristo, se pierde su amor para un mundo perdido, su gracia infinita y la justicia perfecta ante Dios que es nuestra a causa de su obediencia inmaculada. Si perdemos a Cristo, perdemos nuestra vida de fe, nuestro Mediador ante Dios, nuestra porción eterna.

No sabemos de qué manera Pedro recibió la reprensión de Pablo, pero no debemos dudar de que su buen espíritu cristiano le ayudó a recibirla en el mismo espíritu con que fue dada, y que quedó convencido de que había errado en su juicio, y que debía procurar remediar el mal que su acción había causado. No es fácil creer que el hombre franco y humilde cuya historia hemos seguido hasta este punto se pondría de tropezadero en el camino de los gentiles al darles el Evangelio. No queda ninguna base para pensar que se rompió el lazo firme de amistad que le unía con Pablo; sino al contrario, debemos aceptar sus propias palabras como la manifestación de la más alta estima y el más sincero aprecio. Escribiendo a los hermanos de la fe sobre algunas doctrinas difíciles, se aprovecha de la oportunidad para mencionar con términos cariñosos a su "amado hermano Pablo" (2 Pedro 3:15).

Ahora vamos a ver cuál es la lección que Dios nos quiere enseñar por medio de este incidente. De la conducta de Pablo aprendemos que es nuestro deber defender la verdad a todo trance, y si hacerlo es necesario oponemos a la acción de otro hermano, lo debemos hacer abiertamente y no a escondidas. Cuando se obra de otra manera, y el que se juzga culpable de alguna falta es el último que oye nuestra crítica, y sólo por medio de indirectas, nuestra falta puede traer tanto mal a la Iglesia como la suya. Los chismes son malos aun cuando tengan su fundamento de verdad. Si tenemos algo que decir en contra de la acción de cualquier hermano, vayamos primero a él y digámosle cara a cara. Que nuestra regla sea no decir nada de otro que no diríamos estando él presente. Si esta regla fuese observada, ¡cuánto pesar se habría ahorrado a la Iglesia y a los fieles! Lástima es que los chismosos se animan más por la conducta de otros en vez de reprenderse. Las Escrituras dicen: "Un chismoso aparta los mejores amigos" (Prov. 16:28). Pero en este caso creo que los buenos amigos apostólicos sintieron más cimentada su amistad por medio de la táctica de prudencia de parte de Pablo en esta ocasión. Debemos imitarle.

De la disimulación de Pedro debemos aprender también una lección, y es que un desliz, aunque perdonado por la gracia divina, y aunque el individuo sea restaurado completamente a su posición de confianza, no destruye las tendencias de una disposición perversa, aunque obre poderosamente para corregirlas. Había un eslabón débil en la cadena del carácter de Pedro, y a pesar de su alta posición y las grandes obras que hacía, volvió a ceder a la tentación en el mismo punto donde antes había mostrado debilidad.

Si nuestro apóstol pudo caer en una falta después de toda la experiencia preciosa que había tenido de la gracia divina, con cuánta más razón debemos orar diciendo: "Señor, sostenme, y seré salvo" (Salmo 119: 117).