Simón Pedro
W. T. P. Wolston
1892
Su Consagración
Lucas 5: 1-11
Había un intervalo de más de un año entre los acontecimientos del primer capitulo y los que hallamos en este pasaje de Lucas. Los hombres conversos no siempre se dedican enteramente a seguir al Señor. Parece que Pedro se ocupó de otras cosas antes de tener esta experiencia. Si había acompañado a Jesús en algunos de sus viajes a Judea durante este periodo, no lo sabemos. De todos modos, no había sido un compañero constante sino que había vuelto a su vocación antigua, y casi pasaba sus días de la misma manera que antes de haberle conocido. Es una historia que se ve repetida en el caso de muchos recién convertidos, a no ser que la obra de arrepentimiento haya sido profunda, de ese modo, el sentimiento de gozo, al ser librado del pecado, es más conmovedor y la consagración más completa y más duradera en sus efectos.
Durante este intervalo no se sabe nada de Pedro en la historia del Evangelio. Es probable que permaneció trabajando de pescador. El día de más importancia, pues, que hallamos en su biografía es aquel de que nos habla Lucas en el pasaje citado arriba y que podemos llamar la experiencia de su Consagración. Aquí le vemos cambiar en su modo de vivir, abandonando todo para seguir a Jesús. Este debe ser el momento más feliz en la vida de todo cristiano, como lo fue sin duda en la vida de Pedro. El Señor le buscó en medio de sus quehaceres y negocios. Aunque su objeto principal fue el de llamar a Pedro, se ocupaba de su misión de gracia y de misericordia para otras muchas almas, y a fin de hablarles a todos con mayor facilidad, se valió del barco de Pedro, y sentado en él, predicaba a las multitudes que le había seguido en gran número para oírle. El barco fue su tribuna y la playa su anfiteatro.
Es una escena que la imaginación se deleita en reproducir. Se desenvuelve un panorama casi sin límites bajo el sol resplandeciente de una mañana de primavera. Ponemos a Jesús en el centro; es el lugar que Lucas le da. "y aconteció que estando él junto al lago de Genesaret, las gentes se agolpaban sobre él para oír la Palabra de Dios." No es difícil explicar la presencia de la multitud en ese lugar. Era la parte más populosa de Palestina. A nuestra derecha mirando por la ribera del mar, se distinguen a cierta distancia las torres y los techos de Betsaida y de Corazín. A la izquierda se encuentra cerca la ciudad populosa de Capernaum, donde Jesús mismo vivía, y más en lontananza los pueblos de Magdala y Tiberias, muy contiguos uno al otro sobre la ribera occidental del mismo mar azul, cuyas aguas brillan bajo los rayos del sol al sentir las primeras brisas de la mañana. Las pequeñas escuadras de barcos pescadores se han echado en tierra después de una noche de arduos trabajos en alta mar.
Es probable que Pedro y Andrés había formado una sociedad con Zebedeo y sus dos hijos Santiago y Juan y que el negocio prosperaba, porque cuando estos cuatro abandonaban sus barcos y redes, el viejo Zebedeo seguía con el negocio dirigiendo a los jornaleros (Marcos 1: 16-20). Es una escena de mucha animación y actividad cuando el Señor, saliendo de la ciudad y seguido de la multitud, llega a la playa.
Que su manera de proceder era muy natural se deja ver por lo que relata Mateo en otra ocasión en que se repite la misma escena con casi todos sus detalles. "Y se allegaron a él grandes turbas de gente; por lo cual, entrando en un barco se sentó, y toda la multitud estaba en pie a la ribera" (Mateo 13: 2). En la primera ocasión parece que nuestro Señor tenía presente algún objeto definido cuando "entró en uno de los barcos, el cual era de Simón, y le rogó que la desviase de tierra un poco; y sentándose, enseñaba desde el barco a las gentes" (Lucas 5: 3).
Su primer objeto es muy evidente. Quería ponerse en una posición donde todos le pudieran oír fácilmente. En esto nos sirve de buen modelo, pues siempre obra con suma maestría, sea en escoger el material para su predicación, o sea en su manera y método de presentarlo. Los oyentes en estos tiempos modernos escucharían con más interés y sacarían mayor provecho si los predicadores pusieran más cuidado en imitar al Maestro en estos particulares.
Lucas no nos informa nada sobre el tema del discurso. El capítulo trece de Mateo nos da la sustancia del discurso que pronunció en la otra ocasión, y no dudamos de que éste también fuera muy interesante. Sus predicaciones siempre trataban de las buenas nuevas de la gracia divina, y de las múltiples obras de Dios que demuestran su profundo interés en nuestro bienestar espiritual, ¡Con qué atención absorta escuchan campesinos y pescadores! El remiendo de las redes se olvida, y todos se quedan suspensos a los labios de este Predicador incomparable. ¡He aquí el Sembrador esparciendo a manos llenas la buena semilla del Reino! El terreno en algunos casos estaba bien preparado, y lo que cayó en el corazón de Pedro en ese día produjo más de ciento por uno. No nos es permitido saber siempre cuál será el fruto de nuestros esfuerzos aun cuando sembremos con fe. Pero más allá de toda nuestra esperanza vendrá la cosecha, aunque tarde mucho la espiga en aparecer.
Terminado el discurso, el Maestro vuelve a Pedro para darle una gran bendición personal.
En el capítulo anterior en que estudiamos el pasaje en Juan, cap. 1, vimos que la lección principal que Jesús procuraba enseñar a Pedro era la de su dominio sobre él. Al llamarle Pedro, en lugar de Simón, le dijo en efecto: "Tú ahora me perteneces a mí." La lección en esta vez es por el mismo estilo, a saber: "Pedro, tú y todo cuanto posees es mío." Se posesionó del barco de Pedro, y le mandó que lo colocase donde mejor le convenía tenerlo para hablar a la multitud. Ahora le vuelve a mandar diciendo: "Tira a alta mar y echad vuestras redes para pescar." Pedro no entiende su motivo, pero Jesús se prepara para recompensarle de una manera extraña por el uso del barco. Por otra parte, Pedro, entendiendo bien los hábitos de los peces y que sería inútil echar las redes en el día, contesta diciendo: "Maestro, toda la noche hemos trabajado sin coger nada, mas a tu palabra, echaré la red." Pedro le obedece y ve que la red encierra una pesca tal como nunca había visto en todos sus días de pescador.
Sus palabras de reconocimiento por este gran favor son a la vez una confesión de fracaso y una declaración de fe, fracaso con respecto a sus propios esfuerzos, y fe en Aquél que le había mandado bajar sus redes. Como hemos dicho, las horas en que el sol ilumina las aguas no son propias para coger peces, y por esto los pescadores trabajan de noche. Razonaba que si no habían cogido nada durante la noche, mucho menos probable era que podrían coger algo en el día. Pero sus razones eran inútiles ante el mandato de Dios. Sólo la obediencia a un impulso de fe pudo haberle hecho decir: "Mas en tu palabra echaré la red."
Tan luego como se recogió la red, sintieron que estaba llena hasta el punto de romperse, y les fue necesario llamar a los compañeros del otro barco para asegurar la pesca tanto que los dos se llenaron, hasta los bordes y casi se anegaban de tanta presa inesperada. Asombrado sobremanera y comprendiendo que era una lección objetiva, con su aplicación personal para él, y sintiendo al mismo tiempo su pecado e insuficiencia para ser discípulo fiel, Pedro cayó a los pies de Jesús diciendo: "Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador." Lo que ve ahora no son los dos barcos llenos de peces, sino la gloria divina del Hijo del hombre, el Mesías, el que era más que hombre, el verdadero Hijo de Dios. Se encuentra en presencia del hombre a quien el Salmo 8: 4-8 se refiere. Su primer sentimiento es el de su propia indignidad a causa de sus pecados. Nunca se había confrontado con su propio corazón hasta que lo vio reflejado en este espejo de la santidad, en la persona de su nuevo Amo. Había aprendido algo de su carácter sublime en la primera entrevista que tuvo con él. Ahora aprende mucho más; que él mismo no vale nada y que carece por completo de todo bien. Pero se mezclaban estos sentimientos con otro que le impulsaba, no a retirarse de Jesús, sino a derribarse a sus pies. Al mismo tiempo que dice: "Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador," comprende más que nunca la necesidad de un Salvador.
Esta experiencia espiritual ilustrada en este pasaje de la historia de Pedro es de primordial importancia para nosotros. En la primera visita (Juan 1) no se tocó el asunto de su indignidad personal. Simplemente recibió la gracia soberana que le bendecía con la salvación. En esta vez la conciencia está despierta, y nada impide su operación escudriñadora hasta que el estado de pecaminosidad queda enteramente revelado y confesado. En la primera visión que tuvo, fueron la hermosura y la gracia de la Persona del Señor las que abrían su corazón. Aquí un rayo de gloria de ese mismo personaje inmaculado penetra las recámaras obscuras y recónditas de su corazón, y el efecto es tan sorprendente como el de abrir una llave eléctrica en un cuarto oscuro. El pecado que le atormenta con su voz acusadora es, sin duda, el de su vida pasada, tal vez, pero más especialmente el de no haberse dedicado enteramente al discipulado de su Señor desde el primer día de su l1amamiento.
La obra de gracia en su corazón es profunda y acabada. Su convicción es completa porque es Pedro mismo quien se condena y no su Señor. Comparte con Job su sentimiento de pesar cuando éste dice: "De oídas había yo sabido de Ti, mas ahora Te ven mis ojos; por lo cual me aborrezco a mí mismo y me arrepiento en polvo y ceniza" (Job 42: 5, 6). Esta es la misma condición en que Isaías se hallaba cuando exclamó: " ¡Ay de mí!, pues soy perdido porque soy hombre de labios inmundos y en medio de un pueblo de labios inmundos habito; por cuanto mis ojos han visto al Rey, a Jehová de los ejércitos" (Isa. 6: 5).
Este rudo pescador se une con el patriarca y con el profeta en bajar por el camino de la propia censura al valle de la humillación y de la renuncia, y desde las profundidades de un corazón contrito exclama: "Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador."
Este proceso de examen y de fallo en que el alma misma se condena es muy saludable en sus efectos espirituales. La falta de una experiencia profunda de esta naturaleza explica la preponderancia, casi universal, de insinceridad e hipocresía en las iglesias cristianas. La semilla de la verdad no llega a arraigarse en el terreno del corazón porque éstos no están debidamente preparados para el mensaje. Mientras más hondo sea el surco que el arado del examen personal produce en la conciencia, más firmemente crece la palabra y más abundante es el fruto en la vida venidera. ¡Con qué anhelo contemplamos la obra de los que anuncian el Evangelio! Pidiendo sin cesar a Dios que su Espíritu profundice bien y mueva los corazones de los hombres al verdadero arrepentimiento. La buena siega de ciento por uno que da regocijo en el cielo es el fruto solamente de esta buena preparación en que la presencia de Dios mismo en toda su santidad obra el sincero examen de nuestro estado moral ante Él y el verdadero compungimiento de conciencia que llamamos "el dolor que es según Dios y que obra arrepentimiento saludable" (II Coro 7: 8).
Me permito preguntar, lector mío, si esta ha sido la experiencia de Ud. Si Ud. no ha pasado por una humillación semejante, creo que le conviene examinar de nuevo aquellos hechos y verdades que forman la base de su relación personal con Dios. Juan Bunyan nos dice que "cuando la religión calza zapatos de plata, todo el mundo los quiere poner." El refrán encierra una verdad común. Es fácil en estos días hacer profesión de fe en Cristo. Pero es cosa muy distinta gozar de él como posesión personal, y dudo de que alguno se haya posesionado de Cristo hasta que, como Pedro, se sienta profundamente convencido de que debía ser rechazado por Él a causa de su propia indignidad. No nos extraña que los actos de Pedro contradigan sus palabras. Se sentía tan desmerecedor de la bondad divina que su primer impulso fue el de alejarse de Jesús. Mas, en lugar de retirarse lo más lejos posible, se echa a sus pies, y asiéndole de las rodillas le ruega que no se fije en él como discípulo, que mejor le abandone como un pecador absolutamente sin mérito. No creía que su Señor le iba a abandonar, mas sentía que tenía razón en demandarlo como una cosa justa, en vista de lo que él era. Reconocía cuánto faltaba para poder retener a Jesús como amigo suyo, mas al mismo tiempo sintió tanto deseo para una vida mejor que no le era posible pensar en seguir viviendo sin la presencia y ayuda divinas. Así debe pensar todo cristiano al encontrarse en la presencia de su Salvador.
Con mucha dulzura Jesús calma su conciencia turbada y le anuncia su objeto al llamarle a su lado. "No temas; desde ahora te ocuparás en pescar hombres." Es el ministerio bendito de nuestro Señor traer la calma a donde antes amagaba la tempestad. "No temas" es palabra que toda conciencia fatigada puede oír si busca la verdad. Es lo que está diciendo en estos momentos a Ud. y a mí: "No temas."
"Y habiendo traído sus barcos a tierra, dejándolo todo, le siguieron." ¿Qué habrán dicho los vecinos al saber de esto? Sin duda les pareció pura insensatez "Mucho mejor sería, llevar los pescados al mercado primero y seguir a Jesús después," dijeran ellos. Empero, Pedro, oyendo resonar esa voz: "Venid en pos de mi y os haré pescadores de hombres" (Mateo 4: 19; Mar. 1: 17), ya no pensó en aquello que antes le había ocupado, y que había considerado necesario para una vida próspera y feliz. Había resuelto jugar el todo por el todo y darse sin reserva al Señor. La vida de discipulado con Jesús como Maestro eclipsaba cualquier otro deseo de su alma, y él abandonó todo para estar cerca de su Salvador y para gozar de su compañerismo elevado, y aun para servirle como criado mientras permanecía en medio de la humanidad. ¡Feliz elección! ¡El colmo de la fe y la solución más noble del problema de la vida!
No todos somos llamados, como Pedro, a abandonar nuestra vocación ordinaria para servir al Señor; pero nuestra consagración tiene que ser la misma en principio. Cuando la gracia de Dios se ha manifestado trayendo la paz y el gozo al corazón, como el fruto de esa confianza que "ya no teme," y que inunda el corazón desde el momento en que todo ha sido confesado y renunciado, el acudir a donde Cristo llama es la única senda de seguridad para el alma regenerada. Es necesario romper de una vez todos los lazos que nos unen con el mundo si pensamos en gozar del favor divino. La decisión abierta demanda algún acto irrevocable de separación que nos deja lanzados sin reserva a la nueva aventura de la fe.
Pedro volvió la espalda al mundo en el momento en que le parecía más atractivo y cuando tenía toda seguridad de un buen éxito. Esto es de admirarse. Muchas personas hay que no piensan ir al Señor sino hasta que todo se ha perdido y cuando su vida ha sido un verdadero fracaso. Pedro se dio al servicio de Dios cuando la tentación de los placeres del mundo le fue más seductora. El hecho es que los goces mundanos había sufrido un eclipse. Él había tenido una visión del Señor en su gloria celestial, y desde ese momento las otras cosas quedaban ofuscadas ante su vista, pareciéndole muy ordinarias e insignificantes en comparación con la bienaventuranza de vivir constantemente en la presencia de Aquel quien le había invitado a seguirle.
Ahora, lector mío, si el Señor Jesús le habla hoy y
le dice: "Sígueme," ¿qué contestaría Ud.? Dios conceda
que pueda decir estas palabras: "Señor, desde este
día en adelante, mi corazón es tuyo."